Llamábase barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas que median entre la antigua villa del duque de Arcos y la antigua ciudad de Hércules...
Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía a un aburrido polizonte que iba con él:
- ¡Éstas son mis calabazas! ¡Prenda usted a ese hombre!
Y
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- ¿Qué va a sacar de ahí? -se preguntaban todos.
Al mismo tiempo llegó un nuevo curioso a ver qué ocurría en aquel grupo, y habiéndole divisado el revendedor, exclamó:
- ¡Me alegro de que llegue usted, tío Fulano! Este hombre dice que las calabazas que me vendió usted anoche, y que están aquí oyendo la conversación, son robadas... Conteste usted...
El recién llegado se puso más amarillo que la cera, y trató de irse; pero los circunstantes se lo impidieron materialmente, y el mismo regidor le mandó quedarse.
En cuanto al tío Buscabeatas, ya se había encarado con el presunto ladrón, diciéndole:
- ¡Ahora verá usted lo que es bueno!
El tío Fulano recobró su sangre fría, y expuso:
Usted es quien ha de ver lo que habla; porque si no prueba, y no podrá probar, su denuncia, lo llevaré a la cárcel por calumniador. Estas calabazas eran mías; yo las he criado como todas las que he traído este año a Cádiz, en mi huerta del Egido, y nadie podrá probarme lo contrario.
- ¡Ahora verá usted! -repitió el tío Buscabeatas acabando de desatar el pañuelo y tirando de él.
Y entonces se desparramaron por el suelo una multitud de trozos de tallo de calabacera, todavía verdes y chorreando jugo, mientras que el viejo hortelano, sentado sobre sus piernas y muerto de risa, dirigía el siguiente discurso al concejal y a los curiosos:
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