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VILLAREJO DE FUENTES: las victimas a ser colgadas de las ramas de una higuera,...

las victimas a ser colgadas de las ramas de una higuera, donde la tía Romana, vieja sirvienta de la casa, con sabiduría de cirujano experto, las abría en canal, sacando sus menudencias de las que separaba higadillos y ovarios, por considerar a estos últimos bocado exquisito, reservado para el almuerzo de cuantos colaboraban de buen grado en la cocina.

Había su aquel de alegre agitación, aquellas gentes que el resto del año vivían condenadas de sol a sol a manejar arado, vertedera, hoz y horca, sin más alivio para sus hambres que el consuelo que un tomate crudo, cuando era su tiempo, alguna sardina de bota o en el mejor de los casos bacalao en salazón, alguna vez, pocas, en que del ralo jornal sobraban unas monedas, o la mujer silenciosamente se privaba de una necesidad intima, un filete de tocino entreverado hacia que el misero yantar se convirtiera en un delicioso banquete.

La casa estaba embriagada de la grasa de la gigantesca inundación de comida. ¡Lo que hace tener dinero! Bien se estaba en un casa como aquella, con todo lo que la suerte y Dios cría de bueno.

Para la mesa reservada a los contrayentes y sus familiares, aparecieron escudillas de fina porcelana conteniendo sabroso morteruelo, bateas colmadas de zarajos, bruñidas tablas portando grandes trozos de cordero lechal horneado, a más de botellas del dulce resolí.

En un rincón, fuentes colmadas del dulce alijú y toda una hornada de rollos, esparciendo en aquel ambiente de sangre y grasa el perfume fragante del pan candeal recién cocido, caliente y tierno, las especies a kilos en una caja de latón, y de la bodega y el lagar salían pellejos que caían temblorosos en el suelo como cuerpos palpitantes, trasegándose su suave manchuelo a frascas que se depositaban en grandes cubos, con pedazos de hielo traído de sitio que solo lo sabe el amo, y de algún rincón remoto de la cueva, aparecían botellas de barro cocido llenas del dulce resolí y bordelesas cubiertas de patina, sin mas identificación que una vieja etiqueta colgada con fino cordel del cuello, conteniendo las cifras de un año, el cual como mínimo fijaba su antigüedad en cuatro lustros.

¿Y los dulces? El tío Preñacabras se había traído la mejor confitería de la calle Carretería de Cuenca. En sacos estaban los confites para tirar. Las almendras roñosas, las peladillas, los caramelos, todos aquellos proyectiles de azúcar y esencias, duros como balas, que habían de cubrir de chichones las cabezas de la tan chillona como pedigüeña chiquilleria; y dentro de los salones, se reservaban las cosas finas, las tartas cubiertas de flores de caramelo y rematadas por gráciles mariposas que temblaban sobre un fino alambre, los pasteles de espumoso merengue, las bandejas de frutas confitadas, todos aquellos primores que desde la puerta, pálidos de emoción y chupándose el dedo con avaricia, contemplaban los chicos de los convidados.

La fiesta prometía.

Allá, por la calle, sonó la alegre dulzaina, hasta Lucifer estaba en la fiesta, empinando el codo con gravedad desde el mismo dintel, dejando solo unas gotas a su sediento tamborilero.

Bien decían que el novio no reparaba en gastos.

Ya era hora.

Don Vicente, el cura, se impacientaba en la iglesia, al enmudecer las campanas, toda la comitiva nupcial salió en busca de la novia; ellas, con sus vestidos huecos y mantillas, y ellos, arrastrando sus capas castellanas de larga esclavina y alto cuello, que les ponía rojas las orejas. Todo el pueblo esperando en el atrio de la iglesia. Algunos parientes de la señá Agueda, violando la consigna de la familia, estaban allí en la ultima fila, y no pudiendo resistir la curiosidad, se empinaban con los pies en punta, cual bailarinas de ballet, para ver mejor.

Abría la comitiva la dulzaina de Lucifer, y la muchachada que dando cabriolas se agitaba a su alrededor, venían después los novios; él, con sombrero negro de ala ancha ejecutado en terciopelo brillante, su capa castellana, que le ahogaba en calor el cuerpo y rostro, y por debajo de las canillas, tobillos y empeine cubiertos con calcetines altos bordados y alpargatas con plantas de fino cáñamo y tomo y talón en recia lona recubierta de seda damasquinada.

¿Y ella?

La admiración de las mujeres al verla, aumentaba por momentos. ¡Ama, Reina y Señora!. Parecía una de la capital con la mantilla de blonda, el pañolón de Manila barriendo el polvo con su largo fleco, la falda de seda hinchada por un liviano zagalejo, el puños de su diestra rodeado por el rosario de nácar y oro, alfiler de pecho luciendo piedra preciosa de variados brillos, y las orejas estiradas por el peso de enormes racimos de perlas, que al verlas sublevan a los parientes de la primera esposa difunta.

En voz muy baja, inaudible para los mas inmediatos, estos parientes gritaban para sí, mirando al tío Preñacabras.

- ¡Ladrón … Ladrón … Mas que ladrón..!

Sin inmutarse, con la expresión beatifica, se metió en la iglesia, chispeandole sus diminutos luceros bajo los arcos de sus enormes cejas; tras él desfilaron los padrinos, el alcalde con el alguacil, que como segundo del somatén se permitía ser guardaespaldas, ronda y vigilante del orden y por tanto portar escopeta al hombro, y el pregonero; el sudor cubría cara y cuerpo de todos los convidados, cubiertos de gruesas ropas de ceremonia y cargados con los confites, que habían de tirar a la salida de la iglesia.

Mirando hacia la taberna de la plaza de la iglesia se concentraba un nutrido grupo de curiosos, con ellos se fue el dulzainero, dicen que huyendo del sonido del órgano eclesial, y allí se juntó el Desgarrado con sus amigotes, lo menos recomendable del pueblo, gente toda ella sospechosa que bebían desaforadamente. Aquel día cambiando guiños y sonrisas maliciosas con los enemigos del tío Preñacabras.

Las mujeres rumiaban que algo se tramaba, temiendo que el pueblo pudiera arder por los cuatro costados o se repitiera la tragedia del polvorín.

El cura concluye su ceremonial y la comitiva nupcial va a salir. ¡Gran Dios que