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VILLAREJO DE FUENTES: barahúnda! De entre una nube de polvo surge una panda...

barahúnda! De entre una nube de polvo surge una panda de chiquillos desgreñados y sucios que se arremolinan a la puerta del templo gritando: ¡Peladillas – Caramelos – Confituras!.. mientras que Lucifer, tambaleante, se acerca a tocar lo mas próximo a la nueva pareja, la Marcha de Granaderos.

¡Allá Va! Gritó el tío Preñacabras soltando el primer puñado de confites, dirigido con toda malicie sobre las duras testas, que tras el golpeteo se hundieron en el polvo, donde a gatas y empujones la gente menuda exhibió sus sucias posaderas.

Y desde allí hasta la casa de los novios, fue aquello un cañoneo; la comitiva incansable en su lanzar peladillas y caramelos, y el alguacil teniendo que abrir paso a patadas y palos.

Al pasar frente a la taberna, Elvirita, ya señora del Preñacabras, palideció viendo la sonrisa burlona de su marido mirando a el Desgarrado, el cual contestó, apartando la nube de moscas que bullían a su alrededor con un ademán indecente, los convidados que se percataron pensaron para sus adentros ¡Ay! El condenado del Desgarrado se había propuesto amargar la boda.

El chocolate mañanero esperaba ¡Cuidado con atracarse!. Era consejo que provenía del notario Don Julián, había que pensar en que dentro de dos horas seria el gran banquete. Pero a pesar de tan prudentes advertencias, la gente no pudo contener la gula y arremetió con los refrescos y cestos de bizcochos, magdalenas, dulces, que en poco tiempo desaparecieron dejando rasa la mesa que tenia a su alrededor mas de cien sillas.

La novia en el vestidor del que a partir de ese día iba a ser su dormitorio se mudó de traje, quedando cubierta por fresco percal, los morenos brazos casi desnudos y dejando brillar sobre su luciente peinado las perlas y agujas de oro.

El notario charlaba con el cura, que acababa de llegar con gorrito de terciopelo. Los invitados husmeaban por los patios, entrometiéndose en los preparativos del ágape, las mujeres se habían aliviado ropajes de ostentación y puesto frescas, y unos y otras formaban corrillos cotilleando de sus asuntos de familia, correteaban los críos en la cercanía del dormitorio conyugal, curiosos por el tesoro que decían encerraba, y en la puerta de la calle no cesaba el soniquete de la dulzaina de Lucifer, mientras, la granujeria se peleaba por entre el polvo del suelo para alcanzar los confites que salían de dentro.

Sonó la hora del yantar y las fuentes y bandejas cargadas con el condumio, fueron puestas sobre la gran mesa.

Los invitados, con una destreza de tigres se apresuraron a ocupar sus asientos, mientras lanzaban exclamaciones de admiración por lo que veían. Y el cura, no se sabe si sintiéndose en el púlpito o en la gloria celestial, no dejaba de repetir ¡Ni en el festín de Baltasar!, que Dios me perdone pero esto es. ¡Mejor que las bodas de Canaa!. Y el notario no queriendo que su personalidad quedara marginada, ahuecó su voz y mencionó la “Boda de Camacho” sin saber muy bien si venia al caso, pues ignoraba que tal boda es solo literaria, descrita en los capítulos XIX, XX y XXI de El Quijote.

Mas de uno y más de diez bigardos, que estaban tragando como osos recién salidos de invernar, habían extraviado, colmadas de grasa, las servilletas de hilo y finos bordados, sustituyéndolas por sus “·moqueros” del bolsillo de pecho, que al poco de colgarlos habían incrementado peso y cambiado de color.

Las mujeres campesinas hacían dengues y melindres, llevándose lentamente a la boca la punta del tenedor o cuchara con pizcas de la vianda, pues les parecía impúdico comer con hartazgo en público.

Aquello era un banquete de señores de refinada educación, no se comía en los mismos pucheros ni sartenes, sino en platos, y bebiese en vasos, lo que azoraba a los de la parte más rural y por ende menos aburguesados, acostumbrados a preparar con sus manos mendrugos para lanzaros obre los caldos y rebañar platos, fuentes y cazuelas.

Conforme avanzaba el festín, la gula labriega se iba manifestando con toda su pegajosidad y con involuntaria falta de limpieza. Era corriente ver pasar de un extremo a otro del banquete un muslo tierno y jugoso, y de unos dedos a otros llegaba a su destino.

Elvirita apenas si comía, estaba con la cabeza baja al lado de su marido, pálida, en su frente se marcada un rictus de preocupación, reflejando penosos pensamientos y sus miradas se dirigían con alarma a la puerta de la calle, temiendo alguna aparición de el Desgarrado.

De aquel maldito se podía esperar lo peor, aún retumbaban por su cabeza las palabras en que se despidieron para siempre. ¡Se acordaría de él! Acusándola de querer casarse con el tío Preñacabras por avaricia, y ella sabia que el innoble bruto con su cara de hereje, era capaz de hacer algo sonado. Sin embargo, a pesar de sus temores, la furia de el Desgarrado le producía cierta insana satisfacción, no había remedio; aquel mal bicho la encelaba más de lo que la sensata honestidad aconsejaba, no en balde se habían criado juntos.

La animación del festín iba en aumento, estaban ya limpios pucheros, sarténes, fuentes, bandejas y platos, y ahora entraban los primores de la tía Pascuala, y la gente se prestaba a engullir los pollos asados y rellenos, lomos con tomate, toda la cocina autóctona, sólida y pesada, que se esfumaba en las fauces siempre abiertas de tantos glotones, mientras los graciosos alegraban con sus chascarrillos de mejor o peor gusto la comida. El cura y el notario declaraban que ya no podía más, y de una forma u otra se pellizcaban el abdomen y los tirantes buscando un hueco. Más de un comensal empezó a estar más “chispa” de lo natural, y con lengua estropajosa le decían a los novios impertinencias que hacían guiñar los enrojecidos ojos de Preñacabras, y enrojecer a Elvirita.

¡Por fin!

Se allegaron los postres, sacaron las tartas, pasteles y roscas rellenas, acompañado este festín de golosinas con los vinos dulzones de cosecha propia, los moscateles y sobresaliendo el típico resolí.

Como nube de mosquitos acudió toda la chiquilleria, con cara y pecho embadurnados de grasa, buscaron el regazo de sus madres sin quitar ojo de la tentadora pastelería