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VILLAREJO DE FUENTES: Pero pese a todas las precauciones, en muchos, que...

Pero pese a todas las precauciones, en muchos, que digo muchos, en todos los casos marchaba “Lucifer” luciendo su enrojecida nariz, trastabillando el paso, pero siempre erguido cual caballero andante, escandalizando a los fieles rompiendo a tocar, según le daba o la Marcha de Granaderos, o el muy prohibido Himno de Riego, y eso cuando no se arrancaba en plenas jaculatorias con la marchosa Raspa, o algún tango cargado de reminiscencias eróticas.

Pero pese al enfado, lindando la ira del párroco, el malestar de algunos clavarios, no todos, y el cachondeo contenido de los restantes, la verdad es que la mocedad del pueblo, y ahí entran tanto jovenzuelos, como jóvenes casados, mozuelas, mozas y alguna matrona aún marchosa, aclamaban a “Lucifer”, reían a carcajadas sus desvarios y hasta algunos y algunas, cuando en la procesión hacia sonar su instrumento delante de la cruz alzada, le enseñaban maliciosamente de lejos un vaso de tinto, que él con un guiño imperceptible venia a corresponder con un “Guardalo que ahora voy”

Y cuando la fiesta religiosa terminaba, es entonces cuando “Lucifer” libre ya de trabas y jubilada su vigilancia, se posesionaba de la taberna local, y allí encontraba su paraíso personal rodeado de los toneles que un día fueron pintados de rojo, y ahora lucen la pátina de muchos años, convertida en mugre, pero para quienes por ser la fiesta local regresan de las grandes urbes al pueblo, dicen reencontrarse con el tipismo local, se pasea “Lucifer” entre los veladores, cuya cubierta tradicional es una gruesa tapa de blanco mármol, que muchos viejos asiduos, mitad con sorna, mitad con ánimo de mortificar a compañeros aprensivos, aseguran con endeble convencimiento de que en realidad se trata de viejas lápidas saqueadas por los “rojos” en los cementerios católicos, y reconvertidas en tapas de mesa de los casinos republicanos. Se respira en el local el tufillo de las cien fritangas, que van desde las olorosas sardinas que pasando por diez manos han viajado desde las playas del Mediterráneo hasta la Mancha, las crujientes cortezas de cerdo, el bacalao en salazón, bien sea servido frito en rebozo buñuelero, o en la inimitable y vernácula presentación del sabroso ajo-arriero, todo ello y mucho más exhibido en el mostrador, iluminado por unas pocas bombillas incandescentes, que además de la amarillenta luz que esparcen muestran en su fino cristal marcados mil puntos negros dejados por las visitas impenitentes de las moscas locales.

En las partes más vistosas del local, cuelgan de las escarpias clavadas en los rollizos de sus bovedillas, ristras de rojos chorizos, entrelazados con otras de negras morcillas, dejando sitio para algunos de los jamones de la matanza local, curados y adobados con olorosas hierbas, según el estilo manchego, y en este caso también ahumados, por miles de pitillos, liados envolviendo la picadura extraída de viejas petacas, que concluye con el lengüetazo que humedece la cola del papel con que se cierra y fija el envoltorio, tras lo cual, sujeto ya en la comisura labial, se le prenderá con la brasa iniciada en la torcida por el chisquero de pedernal.

La concurrencia tabernaria se sentía halagada con la presencia de artista tan seguidor de la musa Euterpe y del Dios Baco, y esta bandada de seguidores no tenia suficientes manos para llenar porrones y frascas castellanas.

Al poco, todas las miradas estaban fijas en “Lucifer” y su dulzaina.

- ¡Haz la abuela!

Y “Lucifer” sin pestañear, como si la petición no fuera con él, iniciaba su particular concierto, imitando su instrumento, el gangoso dialogo de los ancianas, con una surtida colección de bufonescas inflexiones, entrelazando pausas oportunas, con escapes de gritos chillones, que una risotada brutas e incontenible hacia temblar la taberna, despertando a los pocos vecinos de las casas colindantes y alborotando sus gallineros.

Después le pedían que imitase a la ¡Borracha!, una hembra de similar pelaje, buhonera, que andaba de pueblo en pueblo, gastándose las parcas ganancias, el día que las había, en el aguardiente del mas ruin garrafón. Y lo mas curioso es que en multitud de ocasiones siempre estaba presente la aludida y era la primera en reírse de las gracias con que el dulzainero imitaba sus berridos al pregonar su presencia y las inevitables riñas con sus eventuales clientes, fueran estos, hombres con ánimo de exhibir masculinidad con viejas bromas o hembras curtidas y cuajadas en las cien batallas diarias contra la naturaleza y contra el destino que las había unido a varones de tan escaso refinamiento.

Llegaba un momento en que “Lucifer” agotaba el repertorio, la digestión y los vahos alcohólicos le lanzaban por la senda de un mundo imaginario, y ante un publico ya cansado y silencioso, imitaba el charloteo de los gorriones, el murmullo de los trigales en los días de moderado viento, el campaneo lejano, todo aquello que le amedrentaba, cuando en las atardecidas despertaba en medio de cualquier barbecho, sin recordar ni entender como la melopea del día anterior le había llevado hasta allí.

Pero había también ente los eventuales espectadores de “Lucifer”, unos pocos, que quizás con la conciencia removida, se sentían ya incapaces de burlarse de las soberbias chispas y los pescozones que este prodigaba al sufrido tamborilero siempre apegado a él.

La gracia, sin duda grosera, pero ingenua y para aquellos pagos genial, de aquel, además de rústico, también bohemio, causaba en algunos bienpensantes honda huella, y miraban con asombro que al compás de los arabescos impalpables que trazaba con su dulzaina, parecía crecerse, siempre con la mirada perdida, grave y pensativo, sin