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VILLAREJO DE FUENTES: descomunal nariz que husmeaba el cielo, a un lado el...

descomunal nariz que husmeaba el cielo, a un lado el pillete de turno, aporreando el tamboril, y en el contrario, la “Borracha”, exhibiendo con orgullosa satisfacción un segundo tambor, su vientre, que se hinchaba cual globo próximo a reventar, haciéndole ir con paso tardo y oscilante, y que en su insolente redondez subía escandalosamente el delantero de la falda, dejando al descubierto los tan maltrechos como hinchados pies bailando en viejos zapatos y aquellas piernas cuya suciedad y sequedad no enmascaraba la hinchazón propia de su estado descuidadamente llevado.

Para algunos, aquello lo calificaban de escandalosa profanación, y los curas, sobre todo los más viejos y tridentinos, sermoneaban agriamente al dulzainero.

- Pero hombre de Dios, bueno por lo que se vé, mas del diablo que de Dios, al menos casate, ya que esa mujeruca se empeña en no dejarte ni aún en la procesión. Yo mismo me encargaré … y …. gratis de arreglaros los papeles.

“Lucifer” decía a todo que sí, pero maldecía a quien le hacia la proposición. ¡Casarse ellos! ¿Para que?, ¡Para que se burlara la gente!.... Mejor estaban así las cosas.

Y esta tozuda resistencia no le restó fiestas, quizás por ser el más barato de los músicos y dulzaineros, que caminaban por la comarca, y además ¡El mejor de todos ellos!, esto le supuso tener que renunciar a todos los honores de su festivo cargo y ya no comió más en la mesa de los clavarios, tampoco se le dio pan bendito, ni pasta dulce de santo alguno, ni se les permitió que entrasen en la iglesia el día de la fiesta, ni al “Lucifer” ni a la “Borracha”. ¡Vaya par de herejes!

Y llegó un día negro, ella no fue madre, cuando en el momento que impuso la madre naturaleza, manos expertas arrancaron en pedazos de sus entrañas ardientes, un infeliz engendro de la embriaguez.

Y tras el feto monstruoso y sin vida, murió la madre, ante la mirada pasmada de “Lucifer”, que, al ver extinguirse aquella vida sin agonía ni convulsiones, no sabia si su compañera se había ido para siempre o si acababa de dormirse como cuando rodaba a sus pies la botella vacía.

El suceso corrió rápidamente de coba en coba por toda la comarca, y las comadres de San Clemente se agruparon a la puerta de la sucia y desvencijada casucha para ver de lejos a la “Borracha” tendida en su humilde ataúd, hecho de finas tablillas y pobremente pintadas con una aguada negra, era el féretro municipal de los pobres de solemnidad, del que se decía se vaciaba sobre una fosa y volvía para un nuevo uso al almacén municipal o las catacumbas parroquiales.

Veían también las curiosas mujerucas al “Lucifer”, en cuclillas, junto a la muerta, gordo, casi obeso, lloriqueando en soledad, rodeado a distancia por cien curiosos, y sin que nadie le prodigara el consuelo de unas pocas palabras o un ceremonial abrazo. Nada … su pena y su luto eran para él, solo para él.

Al final nadie del pueblo se dignó entrar en la casa, el dintel marcaba la frontera entre aquellos dejados de Dios y la bienpensante comunidad.

Los pocos amigos de “Lucifer” que le acompañaron en la noche del velatorio, se la pasaron yendo por turno, cada dos horas poco mas o menos a aporrear la puerta de la taberna pidiendo les llenasen una enorme bota, y cuando el sol entró por las brechas del tejado despertaron todos, tendidos en torno de la difunta, así habían estado ni mas ni menos que desde el domingo por la noche al amanecer del lunes, cuando en fraternal confianza, eran días y horas en que caían en algún pajar a la salida de la taberna.

¡Y como lloraban todos!.. Y ahora la desgraciada estaba allí, en el cajón de los pobres, tranquila, como si durmiera, y sin poder levantarse y pedir su parte. ¡Oh que dura e ingrata es la vida! …. ¡Y en estos hemos de acabar todos!

Y los borrachos lloraban tanto, que al conducir el cadáver al cementerio, todavía les duraba la emocionante embriaguez.

La comitiva fúnebre la componia la media docena de amigos de “Lucifer” que habían estado en el velatorio, tan haraposos y tan borrachos todos como él, y que también pordioseaban por los caminos, el único de andares rectos era el sepulturero de San Clemente, con su pala al hombro, que hubo de oficiar de maestro de ceremonias, ante la negativo del cura párroco de celebrar un modesto rosario ni siquiera un ínfimo réquiem por el alma de la pecadora, a la que consideraba irredenta y ardiendo ya en el infierno, pagando sus gravísimos pecados de concupiscencia ¡Y eso que se lo tenia dicho a los dos!, ¡Y no le hicieron ningún caso!, pero no solo eso, a los humildes despojos de la “Borracha” le fue negada tierra sagrada y su cuerpo fue a parar al apartado del cementerio dedicado expresamente a los no bautizados, ateos, suicidas y pecadores irredentos y hasta al los llevó el camposantero y allí quedo “in eternan” el cuerpo de la compañera de “Lucifer”

Buena parte del vecindario curioseó de lejos el entierro. Las buenas almas reían como locas ante espectáculo tan surrealista. Otras, las eternas murmuradoras aseguraban que el parto había sido una farsa y que la “Borracha” había muerto de un hartazgo de aguardiente.

Las lágrimas de “Lucifer”, también hicieron exclamar a los poseedores de un alma pétrea, ¡Valiente pillo! Aún le duraba la chispa de la noche anterior y sus falso gimoteo no eran si no el excedente de vino que no le cabía en el cuerpo. Otros, mejor pensantes reflexionaban sobre la soledad de “Lucifer” al no tener ya compañera en sus borracheras nocturnas.

Muchos, casi todos, le vieron volver del cementerio, donde por una compasión, mas cruel que piadosa, le habían permitido el enterramiento de aquella gran perdida, y también vieron, como sus amigotes, incluido esta vez el enterrador, que cumplida su misión se metió en la taberna para agarrar el porrón con las manos sucias de la tierra de las tumbas.

Desde aquel luctuoso día, el mundo cambio para “Lucifer” ¡Adiós excursiones gloriosas ¡¡Adiós triunfos alcanzados en las tabernas” ¡Adiós serenatas en las plazas! ¡Adiós toques estruendosos en las procesiones!, “Lucifer” ya no quería salir de San Clemente ni tocar en las fiestas. ¿Trabajar? …... Eso para los que no sirven para otra cosa. Que no contasen con él los clavarios y organizadores de las fiestas patronales, y, para asentar más esta resolución despidió al ultimo tamborilero cuya presencia empezaba a irritarle.

Quizá en sus ensoñaciones melancólicas. En algún momento había pasado por su imaginación, contemplar la redondez del hinchado vientre de su compañera, en la posibilidad de que con el tiempo, un muchacho, rubio, vivaracho, panzudo y con cara de pillo redomado, vamos un pequeño “Lucifer”, acompañase en el golpeteo del parche, las escalas vibrantes de su dulzaina-pita. ¡Pero ahora si que estaba solo y aquella ilusión desvanecida!.

Había conocido la dicha, para después sumergirse en la tristeza. Había probado las mieles del amor para saber del desconsuelo, eran cosas desconocidas antes de tropezar con la “Borracha”.

Entregóse con furor al aguardiente, como si con ello rindiera tributo fúnebre a la muerte, iba roto, mugriento, y no podía revolverse en su casucha sin notar la falta de aquellas manos de bruja, secas y afiladas como garras, que habían tenido para él cuidados maternales.

Como pajarraco nocturno, permanecía en el fondo de su guarida mientras brillaba el Sol, y a la caída de la tarde, cuando su figura al pasar no dejaba sombra sobre las paredes enjalbegadas, salia del pueblo cautelosamente, como ladrón que va al acecho, y por una brecha del muro se colaba en el descuidado cementerio, un corral de suelo ondulado que la Naturaleza igualaba con matorrales, en los que pululaban las mariposas.

Ya de noche, cuando los jornaleros retrasados volvían al pueblo con la azada al hombro, o el ronzal de la yunta en las manos, oían una musiquilla dulce, repetitiva e interminable que parecía salir de las tumbas.

- ¡Lucifer!,.. ¿Eres tú?

La musiquilla se apagaba ante los gritos de los supersticiosos, que para ahuyentar sus miedos gritaban su nombre.

Y luego, cuando los pasos se alejaban, cuando se restablecía en la inmensa planicie el susurrante silencio de la noche manchega, volvía a sonar la musiquilla, triste como un lamento, como el llorar lejano de una criatura llamando a la madre que jamás había de volver.

FIN