HUESOS DE SANTO
Aquella vieja costumbre de quedarse en el cementerio a velar los muertos la noche de Todos los Santos, ha desaparecido por completo. En los recuerdos de mi juventud conservo aún la admiración que me causaba aquellas familias que arrebujadas en sus prendas de abrigo, quedaban en nuestra necrópolis acompañando las tumbas de sus seres queridos toda la noche, hasta el amanecer del Día de los Difuntos esperando la hora en que llegaban los sacerdotes a decir los Responsos. Después de pasar de pasar todo el día en el cementerio regresábamos presurosos a nuestros hogares, cuando ya las sombras de anochecer empezaban a cubrir los altos cipreses y las lamparillas de aceite empezaban a extender su reverberante luz sobre las cruces, sobre las coronas y flores que adornaban las tumbas. camino del pueblo empezaban a herir nuestros oidos el lúgubre tañir de las campanas de la iglesia tocando a muerto. Bien pronto las calles de la villa, hoy ciudad, quedaban desiertas, el casino quedaba solitario y las tabernas y los bares cerraban sus puertas. Los hogares quedaban totalmente impregnados del recuerdo sacrosanto de los muertos, y con las puertas bien cerradas, empezaban a entonarse las estaciones del santo Rosario que iba desgranándose, cuenta a cuenta, entre los dedos de nuestros mayores.
Entre todos estos seres queridos e inefables recuerdos, quedó grabado para siempre en nuestra memoria de adolescente aquellas apetitosas fuentes de "nuégados", de flores, de cañamones y trigo tostado y, sobre todo, el buñuelo de viento y el hueso de santo, inolvidables glotonerías que junto con las castañas y nueces eran la causa de que un par de días despues tomara plaza en nuestros estómagos el antipático y odioso aceite de ricino que con lágrimas en los ojos teníamos que tomar para que nuestros vientres volvieran a su normalidad
Blas Adánez Jurado
Aquella vieja costumbre de quedarse en el cementerio a velar los muertos la noche de Todos los Santos, ha desaparecido por completo. En los recuerdos de mi juventud conservo aún la admiración que me causaba aquellas familias que arrebujadas en sus prendas de abrigo, quedaban en nuestra necrópolis acompañando las tumbas de sus seres queridos toda la noche, hasta el amanecer del Día de los Difuntos esperando la hora en que llegaban los sacerdotes a decir los Responsos. Después de pasar de pasar todo el día en el cementerio regresábamos presurosos a nuestros hogares, cuando ya las sombras de anochecer empezaban a cubrir los altos cipreses y las lamparillas de aceite empezaban a extender su reverberante luz sobre las cruces, sobre las coronas y flores que adornaban las tumbas. camino del pueblo empezaban a herir nuestros oidos el lúgubre tañir de las campanas de la iglesia tocando a muerto. Bien pronto las calles de la villa, hoy ciudad, quedaban desiertas, el casino quedaba solitario y las tabernas y los bares cerraban sus puertas. Los hogares quedaban totalmente impregnados del recuerdo sacrosanto de los muertos, y con las puertas bien cerradas, empezaban a entonarse las estaciones del santo Rosario que iba desgranándose, cuenta a cuenta, entre los dedos de nuestros mayores.
Entre todos estos seres queridos e inefables recuerdos, quedó grabado para siempre en nuestra memoria de adolescente aquellas apetitosas fuentes de "nuégados", de flores, de cañamones y trigo tostado y, sobre todo, el buñuelo de viento y el hueso de santo, inolvidables glotonerías que junto con las castañas y nueces eran la causa de que un par de días despues tomara plaza en nuestros estómagos el antipático y odioso aceite de ricino que con lágrimas en los ojos teníamos que tomar para que nuestros vientres volvieran a su normalidad
Blas Adánez Jurado