En los
veranos, daba gusto acercarse al
pozo y tras echar el caldero al fondo, donde más que ver, se adivinaba el
agua, y subir un fresco y refrescante cubo repleto.
El borriquillo, aunque paciente como el solo, me miraba como suplicante y yo, como buen arriero, le daba de beber primero a mi
amigo, vaciando el cubo en el
pilón y volviendolo a echar otra y otra vez, hasta que mi noble compañero de fatigas quedaba saciado.