2. La unidad de la Biblia como criterio de interpretación
BI/QUÉ-ES:
(...) El relato de la Creación contenido en el primer capítulo del Génesis, que hemos oído, no está ahí como un bloque errático, terminado y cerrado en sí mismo. Al fin y al cabo la Sagrada Escritura no es como una novela o un simple manual, escritos de un tirón desde el principio hasta el final; es más bien el eco de la historia de Dios con su pueblo. Es el resultado de las luchas y los caminos de esta historia; recorriéndolos, podemos conocer los auges y decadencias, los sufrimientos, las esperanzas, la grandeza y de nuevo la flaqueza de esta historia. La Biblia es, pues, expresión del empeño de Dios por hacerse progresivamente comprensible al hombre; pero es al mismo tiempo expresión del esfuerzo humano por comprender progresivamente a Dios. De manera que el tema de la Creación no aparece sólo una vez, sino que acompaña a Israel a lo largo de su historia; en efecto, todo el Antiguo Testamento es un caminar en compañía de la Palabra de Dios. A lo largo de este caminar se ha ido conformando, paso a paso, la auténtica expresión de la Biblia. De ahí que nosotros sólo podamos reconocer en la totalidad de ese camino su verdadera dirección. De esta manera, como un camino, van juntos el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento se presenta para los cristianos, en sustancia, como un avanzar hacia Cristo. Precisamente, en lo que a El respecta, se hace evidente lo que propiamente quería decir, lo que paso a paso significaba. De modo que cada parte recibe su sentido del conjunto, y éste lo recibe de su meta final, de Cristo. Y nosotros, desde un punto de vista teológico, sólo interpretamos correctamente un texto en concreto -así lo vieron los Padres de la Iglesia y la fe de la Iglesia de todas las épocas-, cuando lo consideramos como parte de un camino que va hacia delante, es decir, cuando reconocemos en él la dirección interior de este camino. ¿Qué significado tiene entonces esta consideración para comprender la historia de la Creación? En primer lugar, debe constatarse que Israel siempre ha creído en Dios Creador y en esa creencia coincide con todas las grandes culturas de la Antigüedad. Pues, incluso en medio del oscurecimiento del monoteísmo, todas las grandes culturas han conocido siempre a un Creador del cielo y de la tierra, en una sorprendente coincidencia también entre civilizaciones que nunca pudieron externamente tener puntos de contacto. Esta coincidencia nos permite atisbar el contacto, profundísimo y nunca perdido del todo, de la humanidad con la verdad de Dios. En Israel mismo, el tema de la Creación ha experimentado muy diversas situaciones. Nunca ha estado del todo ausente, pero tampoco ha tenido siempre la misma importancia. Hubo períodos de tiempo en los que Israel estaba tan ocupada con los sufrimientos o esperanzas de su historia, tan pendiente de su actualidad inmediata que apenas sentía la necesidad de dirigir su atención a la Creación, apenas era capaz de hacerlo. El auténtico gran momento, en el que la Creación se convirtió en el tema dominante, fue el exilio babilónico. En esa época fue también cuando el relato, que acabamos de oír, basado desde luego en una tradición muy antigua, adquirió su forma propia y actual. Israel había perdido su tierra, su Templo. Para la mentalidad de entonces, estos sucesos eran algo inconcebible, pues significaba que el Dios de Israel había sido vencido, un Dios al que habían podido serle arrebatados su pueblo, su tierra, sus adoradores. Un Dios, incapaz de proteger su culto y a sus adoradores, era entonces considerado un dios débil, totalmente inútil. En cuanto divinidad había sido rechazada. De manera que la expulsión de su tierra y la desaparición de este pueblo del mapa fue para Israel una tremenda prueba de fe: entonces, ¿ha sido vencido nuestro Dios?, ¿se ha quedado vacía nuestra fe?
En ese momento, los profetas abrieron una nueva página, y aprendió Israel que precisamente entonces se le mostraba el verdadero rostro de su Dios, que no estaba unido a aquella superficie de tierra. Nunca lo había estado: El había prometido ese trozo de tierra a Abraham antes de que él tuviera allí su casa. Había sido capaz de sacar a su pueblo de Egipto. Ambas cosas había podido hacerlas porque no era Dios de una tierra, sino que dominaba sobre el cielo y la tierra. Y por eso ahora podía desterrar a otro país a su pueblo infiel para allí manifestarse. Se hizo comprensible entonces que este Dios de Israel no era un Dios como los demás dioses, sino el Dios que dominaba sobre todos los países y todos los pueblos. Y esto lo podía El, porque El mismo había creado todo: el cielo y la tierra. En el destierro, en la aparente derrota de Israel, se abrió el camino para el reconocimiento del Dios, que sostiene en sus manos a todos los pueblos y toda la historia; al Dios portador de todo, porque es el Creador de todo, en quien está todo el poder.
Esta fe tenía, por lo tanto, que encontrar su auténtico rostro precisamente en la que se celebraba y representaba litúrgicamente la nueva Creación del Universo. Tenía que encontrar su rostro frente al gran relato babilónico de la Creación, Enuma Elish («Cuando en lo alto»), que a su manera describe el origen del Universo. Este relato decía que el mundo se originó de una lucha entre fuerzas enfrentadas y que encontró su auténtica forma cuando apareció el dios de la luz, Marduk, y partió el cuerpo del dragón originario. De este cuerpo dividido habían surgido el cielo y la tierra. Los dos juntos, el firmamento y la tierra, habrían salido, pues, del cuerpo del dragón muerto; y de su sangre había creado Marduk a los hombres. Es una imagen inquietante del Universo y del hombre la que encontramos aquí: el Universo es en realidad el cuerpo de un dragón, y el hombre lleva en sí sangre de dragón. En la base del Universo acecha lo inquietante, y en lo más profundo del hombre se encuentra la rebelión, lo demoníaco y la maldad. Según esta representación sólo el representante de Marduk, el dictador, el rey de Babilonia puede vencer lo demoníaco y poner en orden el Universo.
Estas representaciones no son, sin embargo, pura fabulación: dejan traslucir las inquietantes experiencias del hombre con el Universo y consigo mismo. Pues a menudo parece como si el mundo fuera realmente la morada de un dragón y la sangre del hombre, sangre de dragón. Pero frente a todas estas atormentadas experiencias, el relato de la Sagrada Escritura dice: no ha sido así. Toda esta historia de las fuerzas inquietantes se diluye en media frase: «la tierra estaba desierta y vacía». En las palabras hebreas aquí utilizadas, se esconden aún las expresiones que habían nombrado al dragón, a la fuerza demoníaca. Sólo que aquí es la Nada frente al Dios que es el único poderoso. Y frente a cualquier temor ante estas fuerzas demoníacas se nos dice: sólo Dios, la eterna Sabiduría que es el eterno Amor, ha creado el Universo, que en sus manos está. Comprendemos ya la lucha que se esconde detrás de este pasaje bíblico; su verdadero drama es que deja de lado todos aquellos complejos mitos reconduciendo el Universo a la Sabiduría de Dios y a la Palabra de Dios. Esto se podría mostrar pasaje a pasaje en este texto; por ejemplo, cuando el sol y la luna son designados como astros que Dios cuelga en el cielo para medir los tiempos. A los hombres de entonces debía parecerles un enorme sacrilegio caracterizar las grandes divinidades, que eran el sol y la luna, como astros para la medida del tiempo. Es la osadía y la sobriedad de la fe la que luchando con los mitos paganos pone de manifiesto la luz de la verdad, al enseñarnos que el Universo no es una lucha de demonios, sino que procede de la razón, de la Razón de Dios y descansa en la palabra de Dios. De este modo, este relato de la Creación resulta ser como la «Ilustración» decisiva de la historia, como la ruptura con los temores que habían reprimido a los hombres. Significa la liberación del Universo por la razón, el reconocimiento de su racionalidad y de su libertad. Pero este relato también resulta ser como la verdadera Ilustración porque sitúa la razón humana en el fundamento originario de la Razón creadora de Dios, para basarla así en la verdad y en el amor, ya que sin esta Ilustración sería desmesurada y en última instancia necia. Todavía hemos de tomar algo más en consideración. Acabo de decir precisamente que Israel aprende poco a poco lo que es la Creación, enfrentado al ambiente pagano, en lucha con su corazón. Esto presupone que el relato clásico de la Creación no es el único texto, relativo a ella, del Libro Sagrado. Inmediatamente detrás le sigue otro, redactado antes, con otras imágenes. En los Salmos tenemos de nuevo otros, y tras ellos continúa el empeño por clarificar la creencia en la Creación: tras el encuentro con el mundo griego se replantea el tema en la literatura sapiencial sin mantenerse ligado a las antiguas imágenes -como los siete días, etc.-. En la Biblia misma podemos ver cómo las imágenes se van transformando a medida que avanza el pensamiento. Y se transforman para dar en cada momento testimonio de una sola cosa, que es la que verdaderamente le ha llegado de la Palabra de Dios: el mensaje de su Creación. En la Biblia, pues, las imágenes son libres, se corrigen continuamente, dejando traslucir en este lento y combativo avance que sólo son eso, imágenes que descubren algo más profundo y grandioso.
BI/QUÉ-ES:
(...) El relato de la Creación contenido en el primer capítulo del Génesis, que hemos oído, no está ahí como un bloque errático, terminado y cerrado en sí mismo. Al fin y al cabo la Sagrada Escritura no es como una novela o un simple manual, escritos de un tirón desde el principio hasta el final; es más bien el eco de la historia de Dios con su pueblo. Es el resultado de las luchas y los caminos de esta historia; recorriéndolos, podemos conocer los auges y decadencias, los sufrimientos, las esperanzas, la grandeza y de nuevo la flaqueza de esta historia. La Biblia es, pues, expresión del empeño de Dios por hacerse progresivamente comprensible al hombre; pero es al mismo tiempo expresión del esfuerzo humano por comprender progresivamente a Dios. De manera que el tema de la Creación no aparece sólo una vez, sino que acompaña a Israel a lo largo de su historia; en efecto, todo el Antiguo Testamento es un caminar en compañía de la Palabra de Dios. A lo largo de este caminar se ha ido conformando, paso a paso, la auténtica expresión de la Biblia. De ahí que nosotros sólo podamos reconocer en la totalidad de ese camino su verdadera dirección. De esta manera, como un camino, van juntos el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento se presenta para los cristianos, en sustancia, como un avanzar hacia Cristo. Precisamente, en lo que a El respecta, se hace evidente lo que propiamente quería decir, lo que paso a paso significaba. De modo que cada parte recibe su sentido del conjunto, y éste lo recibe de su meta final, de Cristo. Y nosotros, desde un punto de vista teológico, sólo interpretamos correctamente un texto en concreto -así lo vieron los Padres de la Iglesia y la fe de la Iglesia de todas las épocas-, cuando lo consideramos como parte de un camino que va hacia delante, es decir, cuando reconocemos en él la dirección interior de este camino. ¿Qué significado tiene entonces esta consideración para comprender la historia de la Creación? En primer lugar, debe constatarse que Israel siempre ha creído en Dios Creador y en esa creencia coincide con todas las grandes culturas de la Antigüedad. Pues, incluso en medio del oscurecimiento del monoteísmo, todas las grandes culturas han conocido siempre a un Creador del cielo y de la tierra, en una sorprendente coincidencia también entre civilizaciones que nunca pudieron externamente tener puntos de contacto. Esta coincidencia nos permite atisbar el contacto, profundísimo y nunca perdido del todo, de la humanidad con la verdad de Dios. En Israel mismo, el tema de la Creación ha experimentado muy diversas situaciones. Nunca ha estado del todo ausente, pero tampoco ha tenido siempre la misma importancia. Hubo períodos de tiempo en los que Israel estaba tan ocupada con los sufrimientos o esperanzas de su historia, tan pendiente de su actualidad inmediata que apenas sentía la necesidad de dirigir su atención a la Creación, apenas era capaz de hacerlo. El auténtico gran momento, en el que la Creación se convirtió en el tema dominante, fue el exilio babilónico. En esa época fue también cuando el relato, que acabamos de oír, basado desde luego en una tradición muy antigua, adquirió su forma propia y actual. Israel había perdido su tierra, su Templo. Para la mentalidad de entonces, estos sucesos eran algo inconcebible, pues significaba que el Dios de Israel había sido vencido, un Dios al que habían podido serle arrebatados su pueblo, su tierra, sus adoradores. Un Dios, incapaz de proteger su culto y a sus adoradores, era entonces considerado un dios débil, totalmente inútil. En cuanto divinidad había sido rechazada. De manera que la expulsión de su tierra y la desaparición de este pueblo del mapa fue para Israel una tremenda prueba de fe: entonces, ¿ha sido vencido nuestro Dios?, ¿se ha quedado vacía nuestra fe?
En ese momento, los profetas abrieron una nueva página, y aprendió Israel que precisamente entonces se le mostraba el verdadero rostro de su Dios, que no estaba unido a aquella superficie de tierra. Nunca lo había estado: El había prometido ese trozo de tierra a Abraham antes de que él tuviera allí su casa. Había sido capaz de sacar a su pueblo de Egipto. Ambas cosas había podido hacerlas porque no era Dios de una tierra, sino que dominaba sobre el cielo y la tierra. Y por eso ahora podía desterrar a otro país a su pueblo infiel para allí manifestarse. Se hizo comprensible entonces que este Dios de Israel no era un Dios como los demás dioses, sino el Dios que dominaba sobre todos los países y todos los pueblos. Y esto lo podía El, porque El mismo había creado todo: el cielo y la tierra. En el destierro, en la aparente derrota de Israel, se abrió el camino para el reconocimiento del Dios, que sostiene en sus manos a todos los pueblos y toda la historia; al Dios portador de todo, porque es el Creador de todo, en quien está todo el poder.
Esta fe tenía, por lo tanto, que encontrar su auténtico rostro precisamente en la que se celebraba y representaba litúrgicamente la nueva Creación del Universo. Tenía que encontrar su rostro frente al gran relato babilónico de la Creación, Enuma Elish («Cuando en lo alto»), que a su manera describe el origen del Universo. Este relato decía que el mundo se originó de una lucha entre fuerzas enfrentadas y que encontró su auténtica forma cuando apareció el dios de la luz, Marduk, y partió el cuerpo del dragón originario. De este cuerpo dividido habían surgido el cielo y la tierra. Los dos juntos, el firmamento y la tierra, habrían salido, pues, del cuerpo del dragón muerto; y de su sangre había creado Marduk a los hombres. Es una imagen inquietante del Universo y del hombre la que encontramos aquí: el Universo es en realidad el cuerpo de un dragón, y el hombre lleva en sí sangre de dragón. En la base del Universo acecha lo inquietante, y en lo más profundo del hombre se encuentra la rebelión, lo demoníaco y la maldad. Según esta representación sólo el representante de Marduk, el dictador, el rey de Babilonia puede vencer lo demoníaco y poner en orden el Universo.
Estas representaciones no son, sin embargo, pura fabulación: dejan traslucir las inquietantes experiencias del hombre con el Universo y consigo mismo. Pues a menudo parece como si el mundo fuera realmente la morada de un dragón y la sangre del hombre, sangre de dragón. Pero frente a todas estas atormentadas experiencias, el relato de la Sagrada Escritura dice: no ha sido así. Toda esta historia de las fuerzas inquietantes se diluye en media frase: «la tierra estaba desierta y vacía». En las palabras hebreas aquí utilizadas, se esconden aún las expresiones que habían nombrado al dragón, a la fuerza demoníaca. Sólo que aquí es la Nada frente al Dios que es el único poderoso. Y frente a cualquier temor ante estas fuerzas demoníacas se nos dice: sólo Dios, la eterna Sabiduría que es el eterno Amor, ha creado el Universo, que en sus manos está. Comprendemos ya la lucha que se esconde detrás de este pasaje bíblico; su verdadero drama es que deja de lado todos aquellos complejos mitos reconduciendo el Universo a la Sabiduría de Dios y a la Palabra de Dios. Esto se podría mostrar pasaje a pasaje en este texto; por ejemplo, cuando el sol y la luna son designados como astros que Dios cuelga en el cielo para medir los tiempos. A los hombres de entonces debía parecerles un enorme sacrilegio caracterizar las grandes divinidades, que eran el sol y la luna, como astros para la medida del tiempo. Es la osadía y la sobriedad de la fe la que luchando con los mitos paganos pone de manifiesto la luz de la verdad, al enseñarnos que el Universo no es una lucha de demonios, sino que procede de la razón, de la Razón de Dios y descansa en la palabra de Dios. De este modo, este relato de la Creación resulta ser como la «Ilustración» decisiva de la historia, como la ruptura con los temores que habían reprimido a los hombres. Significa la liberación del Universo por la razón, el reconocimiento de su racionalidad y de su libertad. Pero este relato también resulta ser como la verdadera Ilustración porque sitúa la razón humana en el fundamento originario de la Razón creadora de Dios, para basarla así en la verdad y en el amor, ya que sin esta Ilustración sería desmesurada y en última instancia necia. Todavía hemos de tomar algo más en consideración. Acabo de decir precisamente que Israel aprende poco a poco lo que es la Creación, enfrentado al ambiente pagano, en lucha con su corazón. Esto presupone que el relato clásico de la Creación no es el único texto, relativo a ella, del Libro Sagrado. Inmediatamente detrás le sigue otro, redactado antes, con otras imágenes. En los Salmos tenemos de nuevo otros, y tras ellos continúa el empeño por clarificar la creencia en la Creación: tras el encuentro con el mundo griego se replantea el tema en la literatura sapiencial sin mantenerse ligado a las antiguas imágenes -como los siete días, etc.-. En la Biblia misma podemos ver cómo las imágenes se van transformando a medida que avanza el pensamiento. Y se transforman para dar en cada momento testimonio de una sola cosa, que es la que verdaderamente le ha llegado de la Palabra de Dios: el mensaje de su Creación. En la Biblia, pues, las imágenes son libres, se corrigen continuamente, dejando traslucir en este lento y combativo avance que sólo son eso, imágenes que descubren algo más profundo y grandioso.