Se da el caso de que un servidor tiene el temperamento otoñal, y no le sientan bien estos días de primeros calores y cielos despejados. Sin mis nubes no soy nada.
Se me encharcan más fácilmente los ojos, y empiezo a pensar en las lluvias que he contemplado a lo largo de mi vida; en las rendijas de persiana a través de las cuales he atisbado los aconteceres del mundo de afuera; en esas flores presuntuosas que esmaltaban los caminos de mi pueblo; en esos cipreses que sirven de acomodo a las chillonas palomas australianas del camposanto; en ese viento plateado que agitaba las ramas de los olivos, rebosantes de muestra.
Aldea refulge como una joya hundida en el mar. Una joya engastada en los montes del Campo de Calatrava. Subes a los cordales de la sierra que hay por encima de la Piedra Rastraculos, hacia el punto geodésico, y allá se encuentra la brisa colmada de la presencia de Dios. Los vencejos, adormecidos, peinan el firmamento en la hora del crepúsculo matutino. Al amanecer se vislumbra el pantano de la Vega del Jabalón teñido de un rubor cerúleo: rojo al principio, rosa después y finalmente amarillo de oro; en las orillas de este piélago de secano el risueño ábrego mece los juncos rebosantes de ternura. Se oye el balido de los rebaños en las majadas de detrás de los cordales (acaso pertenezcan al Mueso), y las liebres avizoran tras las matas de jara y retama. Cendales de niebla en los montes de Granátula. Flámulas nubosas mixtificando el pico de la Atalaya de Calzada. Allá arriba la vida se dilata, y las oraciones descienden más fácilmente sobre las casas y gentes de mi Aldea. Oh, la alondra de la aurora, tocada con una capuchita, cual cogulla franciscana. Angelillo sacando temprano su carro y sus mulas campanilleras; no falte tu boina de la encartada, tu blusón de manga y tu desayuno de migas con chorizos y torreznos, y ríete de lo que digan los matasanos acerca de que eso es malo para las arterias.
Me gusta la alondra, porque sus plumas tienen el color de la tierra en otoño y porque se refugian del sol furioso en las viñas, entre hojas de esmeralda y agraces prometedores, que no esos que producen dentera por la presencia del ácido málico.
No, amada Aldea, el buen tiempo no le sienta bien a este corazón solitario: las lágrimas quieren rebosarme los charquitos del alma.
Los sueños se engendran en la matriz de los chubascos que en el buen tiempo hacen nacer las flores de Aldea. Sin embargo, mi alma se acomoda mejor a esos días de noviembre en los que se percibe en el aire ese peculiar escozor que sirve de heraldo al invierno.
El jardinero de las nubes.
Se me encharcan más fácilmente los ojos, y empiezo a pensar en las lluvias que he contemplado a lo largo de mi vida; en las rendijas de persiana a través de las cuales he atisbado los aconteceres del mundo de afuera; en esas flores presuntuosas que esmaltaban los caminos de mi pueblo; en esos cipreses que sirven de acomodo a las chillonas palomas australianas del camposanto; en ese viento plateado que agitaba las ramas de los olivos, rebosantes de muestra.
Aldea refulge como una joya hundida en el mar. Una joya engastada en los montes del Campo de Calatrava. Subes a los cordales de la sierra que hay por encima de la Piedra Rastraculos, hacia el punto geodésico, y allá se encuentra la brisa colmada de la presencia de Dios. Los vencejos, adormecidos, peinan el firmamento en la hora del crepúsculo matutino. Al amanecer se vislumbra el pantano de la Vega del Jabalón teñido de un rubor cerúleo: rojo al principio, rosa después y finalmente amarillo de oro; en las orillas de este piélago de secano el risueño ábrego mece los juncos rebosantes de ternura. Se oye el balido de los rebaños en las majadas de detrás de los cordales (acaso pertenezcan al Mueso), y las liebres avizoran tras las matas de jara y retama. Cendales de niebla en los montes de Granátula. Flámulas nubosas mixtificando el pico de la Atalaya de Calzada. Allá arriba la vida se dilata, y las oraciones descienden más fácilmente sobre las casas y gentes de mi Aldea. Oh, la alondra de la aurora, tocada con una capuchita, cual cogulla franciscana. Angelillo sacando temprano su carro y sus mulas campanilleras; no falte tu boina de la encartada, tu blusón de manga y tu desayuno de migas con chorizos y torreznos, y ríete de lo que digan los matasanos acerca de que eso es malo para las arterias.
Me gusta la alondra, porque sus plumas tienen el color de la tierra en otoño y porque se refugian del sol furioso en las viñas, entre hojas de esmeralda y agraces prometedores, que no esos que producen dentera por la presencia del ácido málico.
No, amada Aldea, el buen tiempo no le sienta bien a este corazón solitario: las lágrimas quieren rebosarme los charquitos del alma.
Los sueños se engendran en la matriz de los chubascos que en el buen tiempo hacen nacer las flores de Aldea. Sin embargo, mi alma se acomoda mejor a esos días de noviembre en los que se percibe en el aire ese peculiar escozor que sirve de heraldo al invierno.
El jardinero de las nubes.