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ALDEA DEL REY: –Tú eres el único de ellos que no ha dejado de venir...

–Tú eres el único de ellos que no ha dejado de venir aquí –le dijo el camarero (ya el cabello cano y la forma perdida) del bar que había en la plaza donde estaba ubicado el colegio de María Inmacu-lada.
Pablo sacó la fotografía de entre sus viejos bocetos de dibu-jo. El camarero la miró nostálgico con él. A su lado se secaban los posos del único café que había consumido esa mañana lluviosa. No había conseguido el éxito en la vida, y ya había dejado de aspirar al mismo.
–Estamos todos aquí –murmuró con voz tenue–, en esta car-tulina amarillenta. Ella también, Ana, con su pichi del colegio y su cabellera bellamente trenzada.
Cuando la lluvia remitió, salió del bar y se paseó apático por la plaza, absorbiendo con la mirada la melancolía de ese otoño soli-tario.
–Yo la amaba, fuente que no has dejado de manar desde aquellos lejanos años. También amaba a mis amigos del colegio, y disfrutaba estando en su compañía. ¿Cuándo podré retratarlos en hojas nuevas?
Abrió su mugrienta carpeta, y extrajo de su interior el boce-to del rostro de Ana. Luego el de Tomás, Sara, Enrique... Tenían las miradas mates del carboncillo ya caduco. Pablo sintió una hoja seca cayéndole sobre la cabeza.
–Y yo me mudaré en gorrión de otoño, pues no me apetece ser persona si mis viejos amigos no están aquí conmigo.
Los transeúntes empezaron a dudar de la rectitud de su jui-cio. Siempre merodeando por la plaza del colegio de María Inmaculada, siempre tratando de resucitar el pasado de sus cenizas.
Y por fin un día, en que ya no tenía cabellos en su cabeza, se sentó al borde de la fuente. Sus dibujos habían amarilleado hasta ca-si resultar ilegibles. Pablo notó que tenía la cara rasposa de barba. Su abrigo hacía mucho tiempo que estaba deshilachado.
–Hola, Pablo –le saludó la voz de Ana, después de tantos años.
La vio frente a sí. Su belleza se había conservado similar a la de un cisne que emprende su migración en otoño. Llevaba el rostro todo maquillado y lucía un precioso vestido de temporada.
–Me haré un peso inerte –dijo Pablo–. No quiero moverme de este sitio. Ha merecido la pena mi espera tan larga.
–Me dijeron que andabas por aquí –respondió Ana–. Quería verte y decirte que ya no esperes más.
–Esperaré hasta que nos reunamos todos los que antes fre-cuentábamos este lugar –repuso él.
La fotografía había perdido sus colores vivos de antaño. Pe-ro la esperanza de Pablo no se parecía a las hojas del otoño. En la plaza del colegio de María Inmaculada creyó que se hacía de nuevo la primavera a su alrededor. Con los ojos cerrados, notó en torno a su cuello los cálidos brazos de Ana.
Y desde entonces sus dibujos figuraron en hojas blancas.
El jardinero de las nubes.