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ALDEA DEL REY: Te fuiste abandonando los sembrados de tu patria. En...

Te fuiste abandonando los sembrados de tu patria. En un lugar de la inmensa carretera se cayó tu corazón; donde antes hubie-ra carne palpitante, quedó sólo un pedazo de roca. Dejaste tu hogar sumido en lágrimas y penuria. Y no quisiste mudarte en estatua de sal; enfilaste animoso tu sendero.
Una neblina azul veló el campanario de la iglesia. Los gatos callejeros se encaramaron al árbol de las lilas. Y una hoja se des-prendió de su tallo, y planeó al viento del atardecer. Dime en qué hornillo se calentó la sangre de tus pies.
Alcanzaste la orilla del mar, y diste fin a tu viaje. Ya tenías donde almacenar tus lágrimas saladas. El abrazo de las olas del in-vierno era más cálido que la piedra que quedó en lugar de tu corazón.
Y un día gritaste a los cuatro vientos:
–¡Voy a volver!
Entonces eras viejo, y tus pies ya estaban cansados de andar tantos caminos. Arrastrándote te llegaste a los aledaños de tu vieja aldea.
Allí ya no era el mar de hojas secas y los rostros mohínos del tiempo de tu despedida. Todo había cambiado. Sol, flores y sonrisas perlinas reinaban en aquellos ámbitos que una vez fueran cobijo del invierno.
–Vengo en busca de mi corazón –dijiste en mitad de la pla-za–. Un día se me cayó entre vosotros, y aún no lo he recobrado.
La imagen de la perfecta inocencia salió a tus pasos. Te ten-dió una rosa blanca que tomaste con mano trémula y unciosa.
–Aquí tienes tu corazón –te dijo simplemente.
Y fue entonces cuando esa roca que enfriaba tu pecho ad-quirió la suavidad de los pétalos de la rosa blanca.
El final de tu camino no fue sino el comienzo del mismo.
El jardinero de las nubes.
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