Ofertas de luz y gas

ALDEA DEL REY: ¡Vaya, vaya, vaya! He de confesar que nunca hubiera...

¡Vaya, vaya, vaya! He de confesar que nunca hubiera imaginado, aun con lo creyente que soy, que alguna vez me pudieran endilgar vínculos con la prelatura fundada por Escrivá de Balaguer. Estoy seguro de que en la misma no tardarían en mandarme a paseo por la vía rápida.
Hace varios años, en el transcurso de unas vacaciones en los pirineos aragoneses, busqué la ocasión para acercarme al santuario de Torreciudad, centro neurálgico de la Obra. Los parajes de los alrededores son de una belleza idílica, destacando el azul de espejo del embalse del Grado.
Ya en la entrada tuve dificultades con uno de los guardianes, pues no me permitía pasar con bermudas. Tuve que registrar mi equipaje veraniego hasta dar con unos vaqueros, que no es que le gustaran demasiado al susodicho guardián, pero finalmente me dejó entrar en vista de que no podría hacerme con otros pantalones largos que él estimase adecuados.
Mientras cruzaba la explanada, una voz robotizada anunció por los altavoces que estaba a punto de comenzar el sacrificio de la Santa Misa. Era como una ciudad de un futuro cinematográfico, deshumanizada, gentes de todos los continentes, sacerdotes con oscuras ropas talares, incluso bajo el sol de justicia que estaba cayendo.
El interior del santuario me pareció demasiado ostentoso. En el lado izquierdo del altar (desde la perspectiva de los feligreses) descollaba una estatua de Escrivá, a la cual todos los acólitos fueron a adorar al término de la misa. Yo sólo adoro a Dios, y por eso me encaminé al sagrario sin cumplir semejante ritual. ¡Otra sorpresa! Una estatua de Jesús crucificado a tamaño natural, toda ella de oro macizo. Me senté en uno de los bancos, junto a un sacerdote al que ni siquiera escuchaba respirar; estaba leyendo "Camino" con una concentración casi mística. El silencio del lugar me oprimía, y eso que no había un banco libre. No pude hilvanar la menor oración, y para colmo comenzó a hacerse audible el borborigmo de mis intestinos; era lo único que se escuchaba en todo el sagrario. Avergonzado, abandoné el lugar y busqué los baños.
Allí otra nueva sorpresa. Había una alargada sucesión de excusados, y lo peor era la limpieza: por más que me afané no pude encontrar la menor mácula. Me apercibí entonces de que algo raro ocurría allí y, por extensión, en toda la prelatura.
Bajé luego a la ermita, que me pareció más modesta, situada en un promontorio que abarca todo el bellísimo embalse. Allí un numerario me dijo que éste era el sitio adonde la madre de Escrivá trajo a su hijo ciego, atravesando veredas invernales desde la cercana Barbastro; al parecer la Vírgen de Torreciudad obró el milagro de devolver la vista al futuro fundador de la llamada secta del Vaticano. También me contó el numerario que Escrivá sintió su vocación al ver en la nieve las huellas de un carmelita descalzo.
Al despedirme me expresó el deseo de que mi visita a Torreciudad me hubiera ayudado a reencontrarme con Dios. Yo, ni corto ni perezoso, le respondí que estaba deseando abandonar el lugar para sentir otra vez la presencia de Dios.
La verdad es que me resultó muy sospechosa la canonización de Escrivá, en base a ese milagro tan cogido por los pelos. Y es que verdaderamente, para aquellos que ven la religión con sentido comercial, un santo es más rentable que un beato.
Por mi parte, para amar a Dios no necesito tener delante un Cristo de oro macizo.
Por cierto, amigo terry, no me molestan las huellas de tus dedos manchados de cemento en mis ¿elegantes? tazas (si es por dedos, figúrate, hoy tengo los míos manchados de aquaplash). Son un contrapunto interesante, y no sólo eso sino que además me inspiran nuevos escritos. Mi gratitud y, por qué no decirlo, mi simpatía.
El jardinero de las nubes.
[GoogleBarVIP= 8].