CASOMERA: REY ENRIQUE – ¡Una vez más a la brecha, queridos...

REY ENRIQUE – ¡Una vez más a la brecha, queridos amigos; una vez más, o tapiemos la línea de sus murallas con nuestros muertos ingleses! En tiempo de paz, nada conviene al hombre tanto como la modestia tranquila y la humildad; pero cuando la tempestad de la guerra sopla en nuestros oídos, nos es preciso imitar la acción del tigre; poner en tensión nuestros nervios, hacer llamamiento a nuestra sangre, disimular el noble carácter bajo una máscara de furia y de rasgos crueles; así, pues, dotad a vuestros ojos de una terrible mirada; que vigilen a través de las troneras de la cabeza como cañones de bronce; que las cejas los dominen tan tremendamente como una roca minada domina y aplasta su corroída base socavada por el océano salvaje y devastador. Vamos, ¡enseñad los dientes y abrid de par en par las ventanas de nuestras narices! ¡Contened vuestro aliento y elevad vuestro espíritu a la mayor altura! ¡Adelante, adelante nobles ingleses, que tenéis en vuestras venas la sangre de los padres probados en la guerra, de padres que, parecidos a otros tantos Alejandros, combatieron en estas regiones desde la mañana hasta la noche, y no envainaron sus espadas hasta que les faltó tema de lucha! ¡No deshonréis a vuestras madres, atestiguad que los que llamáis padres son los que os han engendrado! ¡Servid hoy de modelos a los hombres de sangre menos noble, y enseñadles cómo hay que batirse! ¡Y vosotros, bravos “yeomen” [los pequeños propietarios que formaban parte de la infantería, y que terminaron decidiendo la batalla], cuyos miembros fueron fabricados en Inglaterra, mostradnos aquí el vigor de las comarcas que os crían; forzadnos a jurar que sois dignos de vuestra raza, lo que no dudo, porque no hay uno solo de vosotros, por vil y bajo que sea, cuyos ojos no brillen con una noble llama! Os veo en la actitud de lebreles de traílla, estremecidos de cólera en el instante de ser desatados. ¡Se ha levantado la caza! Seguid vuestro entusiasmo; y en este asalto, que vuestro grito sea: “¡Dios para Harry, Inglaterra y San Jorge!

[...]

WESTMORELAND – ¡Oh, si tuviéramos aquí siquiera diez mil ingleses como estos, de los que hoy permanecen inactivos en Inglaterra!



REY ENRIQUE – ¿Quién expresa ese deseo? ¿Mi primo Westmoreland? No, mi simpático primo; si estamos destinados a morir, nuestro país no tiene necesidad de perder más hombres de los que somos; y si debemos vivir, cuantos menos seamos, más grande será para cada uno la parte del honor. ¡Voluntad de Dios! No desees un hombre más, te lo ruego. ¡Por Júpiter! No soy avaro de oro, y me inquieta poco que se viva a mis expensas; siento poco que otros usen mis vestuarios; estas cosas externas no se cuentan entre mis anhelos; pero si codiciar el honor es un pecado, soy el alma más pecadora que existe. No, a fe, primo mío, no deseéis un hombre más de Inglaterra ¡Paz de Dios! No querría, por lo mejor de las esperanzas, exponerme a perder un honor tan grande, que un hombre más podría quizá compartir conmigo. ¡Oh, no ansíes un hombre más! Proclama antes, a través de mi ejército, Westmoreland, que puede retirarse el que no vaya con corazón a esta lucha; se le dará su pasaporte y se pondrán en su bolsa unos escudos para el viaje; no querríamos morir en compañía de un hombre que temiera morir como compañero nuestro. Este día es el de la fiesta de San Crispín; el que sobreviva a este día volverá sano y salvo a sus lares, se izará sobre las puntas de los pies cuando se mencione esta fecha, y se elevará por encima de sí mismo ante el nombre de San Crispín. El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada año, en la víspera de esta fiesta, invitará a sus amigos y le dirá: “Mañana es San Crispín”. Entonces se subirá las mangas y, al mostrar sus cicatrices, dirá: “He recibido estas heridas el día de San Crispín”. Los ancianos olvidan; empero, el que lo haya olvidado todo, se acordará todavía con satisfacción de las proezas que llevó a cabo en aquel día. Y entonces nuestros nombres serán tan familiares en sus bocas como los nombres de sus parientes: el rey Harry, Bedford, Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester serán resucitados por su recuerdo viviente y saludable con copas rebosantes. Esta historia la enseñará el buen hombre a su hijo, y desde este día hasta el fin del mundo la fiesta de San Crispín y Crispiniano nunca llegará sin que a ella vaya asociado nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz pequeño ejército, de nuestro bando de hermanos; porque el que vierta hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición y los caballeros que permanecen ahora en el lecho de Inglaterra se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que han combatido con nosotros el día de San Crispín.

William Shakespeare, Obras completas, tomo y, Aguilar, Méjico, 1991, La vida del rey Enrique V, Tercer acto, escena y, páginas 590/1 y Cuarto acto, escena III, páginas 611-2


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