Donde nacieron mis costumbres. La Solana, SABARIEGO

MI INFANCIA DE ACEITUNERA.

…Hace tiempo, allá por el año 1965 y en la recogida de la aceituna, a las peques nos vestían de valientes. Ataviadas con un tosco hábito: un refajo largo, un pañuelo en la cabeza para evitar los sabañones en las orejas, una esportilla en las manos y, a ver quién coge más aceitunas, a peseta la espuerta.
El día que las nubes amenazaban con desahogarse, se aguantaba en el tajo el máximo tiempo posible para no perder la jornada. Recuerdo como nos cogíamos a la cola de los mulos para poder salir de los olivares ya que nuestros pies se hundían en el suelo y no podíamos ni con la suela de los zapatos… Tanto si llovía o escampaba, llegabas a casa calada hasta los huesos y de barro hasta los ojos.
A veces, las heladas de la noche anterior habían sido de padre y señor mío, y la tierra húmeda pegada al suelo de las botas (zarpas, le llamábamos), nos hacía caminar dando trompicones hasta rodar por el suelo blanco y resbaladizo. Era puro el frío y el temblor pegados a la garganta. Las manos se amorataban tanto que recogía diez aceitunas y se nos caían siete. El rostro de mi hermana Maravilla y el mío, era todo un poema suplicante… Papá, piadoso, nos encendía una lumbre para que nos templara un poco el cuerpo. La manteníamos avivada con algunas raíces y palos secos, además de los ramuchos caídos del vareo del olivo. Mi madre Natividad, ponía piedras en la lumbre para calentarlas y pasarlas muy rápidamente de una mano a otra para no quemarnos. A la hora del almuerzo, sentados sobre sacos de aceituna, sobre una piedra, o sobre los fardos tirados en el suelo, abríamos la capacha y bailaban nuestros ojos ante los sabrosos choricillos, el tocinillo, el bollo de higo, el salchichón casero, el canto de aceite con tomate o alcachofas… También portábamos un pequeño transistor en el que Antonio Molina, Juanito Valderrama, o Manolo Escobar, nos deleitaban con el “Soy Minero, El Emigrante, o Mi Carro” (entre otros…), y entre copla y copla, mi padre (Casiano, para los lugareños), nos enseñaba a retener en nuestra memoria los nombres de la casta de los olivos:

-Este olivo se llama cornezuelo, este otro verdial, carrasqueño, picual, manzanillo, nevao, lucentino, gordal…, -nos decía, papá, y así, poco a poco nos enseñaba a amar la tierra, ardiente o fría, según la época del año.

Fueron tiempos duros, muy duros. Y cuando terminaba la faena, mientras los hombres llevaban la aceituna a cuestas de los mulos hasta el molino, a tres o cuatro kilómetros y hacían cola en la torva para que les pesaran los sacos, las mujeres llegaban a casa casi anochecido, y alimentaban los cerdos, recogían las gallinas que campaban a sus anchas por los olivos, ordeñaban las cabras; a mí, me mandaban “carearlas”, que era pastar hierba en los bordes de la cuneta, para dar buena leche. También sacaban el estiércol de la cuadra de los mulos, eso sin contar con que no tuvieran que coger la canasta de los trapos sucios a cuestas, e irse a lavar al pilar, a casi medio kilómetro, para regresar completamente de noche y encender la lumbre para hacer algo de cena, calentar el agua para asearse un poco, hervir la leche de cabra recién ordeñada, tomarse un tazón de ella con sopas de pan, y al catre, que mañana era otro día para emprender tajo de nuevo.

Al cabo de unos meses de fatigas y cansancio pegado a los huesos, llegaba lo que denominamos el remate: festín para celebrar el término de la recolección de la aceituna. Un jolgorio en el que ardían las risas en nuestras gargantas achispadas: unas por el vino, y otras por la alegría incesante de la fiesta.

¡Ah, qué tiempos…! Para nosotros, los peques, cualquier monotonía se tornaba en aventura.

No lo fue tanto para nuestros mayores que, mientras hablaban de ideales, de futuro, de lucha, de igualdad…, esquilmaban la fuente de riqueza o pobreza que produce el campo de sol a sol, dejándose la piel como esclavos..., siempre espiando las cabañuelas del cielo, el azar de los vientos o la llegada de las nubes, rogando a ese Dios prosperidad y lluvia en el tiempo de siembra.

¡Ah, bucólicos recuerdos!

En una de sus poesías, el poeta, Miguel Burgos Manella, citaba así:

Dejadme, fortuna ser
tan sólo un simple labriego,
una pasa de aceituna
en campos del Sabariego.

@Anif Larom
(2014)