La palabra del viento
Aquella noche, fría y atenuada frente a la chimenea, Victoriano se afanaba en sintonizar, por enésima vez, Radio Pirenaica con un claro gesto de desespero:
- Cada noche es más difícil. Para mí que la estropean a conciencia éstos de Franco.
- Deja ya la radio – le espetó su mujer. Un día nos meterás en un buen lío.
No hablaba en balde. Semanas atrás el nuevo cabo de la Guardia Civil había estado en la escuela recabando información a través de los niños. Con la idea de que hicieran una redacción donde contaran lo que solían hacer sus padres, intentaba descubrir si había alguien en el pueblo que estuviera cometiendo algún delito contra la seguridad del Estado. Fue una técnica que había aprendido en la academia y que creyó que podía dar resultado en aquel pueblecito, perdido y tranquilo, al que había sido destinado y al que seguía resistiéndose. “Si de verdad pudiera encontrar a rojos traidores, podría ser motivo de un ascenso –pensó- e irme de este pueblo cuanto antes”.
Los resultados no fueron del todo concluyentes. Las redacciones, una vez repasadas por el cabo, arrojaban pocos datos interesantes. Todas explicaban cómo sus padres se levantaban por las mañanas, apareaban los mulos, tomaban la leche migada con sopas de pan y se iban al campo. Las mujeres, cuando no los acompañaban, se afanaban por recoger la casa, ir a por agua a la Fuente Fría, alimentar los animales del corral y preparar las comidas. Hablaron de las tardes, cuando regresaban del campo, cuando se lavaban y se mudaban para ir a la plaza a concertar jornales y tomar unos vinos en las tabernas. Poca cosa más. Algunos niños entraron en pequeños detalles de cómo se desarrollaban las veladas en sus casas, pero en ningún trabajo pudo encontrar motivo de desconfianza o sospecha.
Victoriano estaba a punto de renunciar. De repente escuchó el campaneo inconfundible de la emisora y seguidamente la cabecera: “Aquí Radio España Independiente, estación pirenaica, la única emisora española sin censura de Franco, trasmitiendo por campos de onda de...”
- ¡Ya la tengo. Ahora sí! –exclamó con júbilo.
En la casa se hizo un silencio y todos atendieron al locutor que empezaba a radiar sus mensajes. Las interferencias hacían que la audición, en algunos momentos, se hiciera casi ininteligible, lo que forzaba a Victoriano a acercar el oído aún más al aparato de radio para no perder detalle. En la noche, la voz metálica del locutor traspasaba el silencio alargándola más allá de la habitación.
- Por Dios, Victoriano, baja la voz a eso. Se va a oír en todo el pueblo.
Llevaba mucho tiempo escuchando cada día aquella emisora de radio. No comentaba nada con nadie. Sabía que estaba prohibida y que el hecho de sintonizarla era un claro gesto de oposición al franquismo. Le gustaba oír las cartas que muchos españoles mandaban a la emisora, que se decía estaba escondida en los pirineos y que cada día la cambiaban de sitio para que no dieran con ella. Se emocionaba con las informaciones que le llegaban sobre los españoles que tuvieron que huir de la represión y de los conflictos que existían en algunas zonas de España y que no se difundían en otros medios. Se decía que Franco dedicaba muchos esfuerzos para desacreditar las emisiones de la Pirenaica, ahogar su voz con interferencias a las que ayudaba técnicamente los Estados Unidos con la creación de las emisoras “la voz de América” y “Europa libre”, que emitían desde Munich obstruyendo las ondas pirenaicas. Pero Radio España Independiente respondía siempre con el aumento de la potencia y el empleo de “ondas volantes” desde Hungría y Bulgaria para burlar las interferencias y multiplicar los canales de penetración. Los oyentes podían seguir fieles a su cita, entre pitidos, interrupciones y ruidos molestos, logrando escuchar, por fin, el Himno de Riego.
Victoriano se vanagloriaba de ello:
- Con estos no vais a poder.
Se retiró al corral. Se dirigió hacia el muladar para hacer aguas menores. Le gustaba decirlo así. Le resultaba fino y delicado. En el cielo se rompían en brillo las estrellas. “Menua pelua va a caer esta noche” –se dijo. Se entretuvo en echar un vistazo al gallinero y desde el patio no logró escuchar que en la casa, Canela, la perra, había ladrado previamente a los golpes que dieron en la puerta, ni escuchó que ordenaran abrirla en nombre de la Guardia Civil. Cuando Victoriano regresó al comedor, se encontró con sorpresa al Cabo con la mano apoyada en la radio y a quien acompañaba una pareja de guardias civiles serios y de estampa amenazante…
Kiko
Aquella noche, fría y atenuada frente a la chimenea, Victoriano se afanaba en sintonizar, por enésima vez, Radio Pirenaica con un claro gesto de desespero:
- Cada noche es más difícil. Para mí que la estropean a conciencia éstos de Franco.
- Deja ya la radio – le espetó su mujer. Un día nos meterás en un buen lío.
No hablaba en balde. Semanas atrás el nuevo cabo de la Guardia Civil había estado en la escuela recabando información a través de los niños. Con la idea de que hicieran una redacción donde contaran lo que solían hacer sus padres, intentaba descubrir si había alguien en el pueblo que estuviera cometiendo algún delito contra la seguridad del Estado. Fue una técnica que había aprendido en la academia y que creyó que podía dar resultado en aquel pueblecito, perdido y tranquilo, al que había sido destinado y al que seguía resistiéndose. “Si de verdad pudiera encontrar a rojos traidores, podría ser motivo de un ascenso –pensó- e irme de este pueblo cuanto antes”.
Los resultados no fueron del todo concluyentes. Las redacciones, una vez repasadas por el cabo, arrojaban pocos datos interesantes. Todas explicaban cómo sus padres se levantaban por las mañanas, apareaban los mulos, tomaban la leche migada con sopas de pan y se iban al campo. Las mujeres, cuando no los acompañaban, se afanaban por recoger la casa, ir a por agua a la Fuente Fría, alimentar los animales del corral y preparar las comidas. Hablaron de las tardes, cuando regresaban del campo, cuando se lavaban y se mudaban para ir a la plaza a concertar jornales y tomar unos vinos en las tabernas. Poca cosa más. Algunos niños entraron en pequeños detalles de cómo se desarrollaban las veladas en sus casas, pero en ningún trabajo pudo encontrar motivo de desconfianza o sospecha.
Victoriano estaba a punto de renunciar. De repente escuchó el campaneo inconfundible de la emisora y seguidamente la cabecera: “Aquí Radio España Independiente, estación pirenaica, la única emisora española sin censura de Franco, trasmitiendo por campos de onda de...”
- ¡Ya la tengo. Ahora sí! –exclamó con júbilo.
En la casa se hizo un silencio y todos atendieron al locutor que empezaba a radiar sus mensajes. Las interferencias hacían que la audición, en algunos momentos, se hiciera casi ininteligible, lo que forzaba a Victoriano a acercar el oído aún más al aparato de radio para no perder detalle. En la noche, la voz metálica del locutor traspasaba el silencio alargándola más allá de la habitación.
- Por Dios, Victoriano, baja la voz a eso. Se va a oír en todo el pueblo.
Llevaba mucho tiempo escuchando cada día aquella emisora de radio. No comentaba nada con nadie. Sabía que estaba prohibida y que el hecho de sintonizarla era un claro gesto de oposición al franquismo. Le gustaba oír las cartas que muchos españoles mandaban a la emisora, que se decía estaba escondida en los pirineos y que cada día la cambiaban de sitio para que no dieran con ella. Se emocionaba con las informaciones que le llegaban sobre los españoles que tuvieron que huir de la represión y de los conflictos que existían en algunas zonas de España y que no se difundían en otros medios. Se decía que Franco dedicaba muchos esfuerzos para desacreditar las emisiones de la Pirenaica, ahogar su voz con interferencias a las que ayudaba técnicamente los Estados Unidos con la creación de las emisoras “la voz de América” y “Europa libre”, que emitían desde Munich obstruyendo las ondas pirenaicas. Pero Radio España Independiente respondía siempre con el aumento de la potencia y el empleo de “ondas volantes” desde Hungría y Bulgaria para burlar las interferencias y multiplicar los canales de penetración. Los oyentes podían seguir fieles a su cita, entre pitidos, interrupciones y ruidos molestos, logrando escuchar, por fin, el Himno de Riego.
Victoriano se vanagloriaba de ello:
- Con estos no vais a poder.
Se retiró al corral. Se dirigió hacia el muladar para hacer aguas menores. Le gustaba decirlo así. Le resultaba fino y delicado. En el cielo se rompían en brillo las estrellas. “Menua pelua va a caer esta noche” –se dijo. Se entretuvo en echar un vistazo al gallinero y desde el patio no logró escuchar que en la casa, Canela, la perra, había ladrado previamente a los golpes que dieron en la puerta, ni escuchó que ordenaran abrirla en nombre de la Guardia Civil. Cuando Victoriano regresó al comedor, se encontró con sorpresa al Cabo con la mano apoyada en la radio y a quien acompañaba una pareja de guardias civiles serios y de estampa amenazante…
Kiko