A veces, lo más fuerte no es lo que se grita.
Sino lo que se guarda.
Eso lo sabía bien Nilo, un niño de diez años que vivía en un bloque antiguo, donde las paredes escuchaban más de lo que deberían.
En su casa no había peleas, ni insultos, ni portazos.
Pero tampoco abrazos.
Ni risas.
Ni preguntas.
Era un hogar de silencios gruesos.
De esos que uno traga como si fueran sopa fría.
Nilo había aprendido a no molestar.
A no hacer ruido.
A no pedir.
Cada día al volver del colegio, dejaba su mochila, se sentaba frente a la ventana… y dibujaba.
Pero no personas.
Ni paisajes.
Dibujaba globos.
De distintos tamaños, formas y colores.
Y a cada uno, le escribía una palabra dentro:
“No me escuchan.”
“Me siento invisible.”
“Quiero hablar con alguien.”
“Hoy casi lloré, pero no.”
Los recortaba con cuidado, y los guardaba en una caja de zapatos, bajo su cama.
A veces la abría de noche, como quien mira una constelación privada.
Un jueves cualquiera, la profesora pidió que cada alumno trajera algo que considerara valioso.
—Algo que te represente, algo tuyo de verdad —dijo.
Los demás llevaron juguetes, fotos, trofeos.
Nilo, tras mucho pensarlo, llevó su caja.
Cuando fue su turno, abrió la tapa.
Los papeles volaron un poco con el viento.
Y algunos cayeron al suelo.
La clase se rio.
— ¿Son… globos?
Nilo dudó.
Luego dijo:
—Sí. Pero no para volar. Son para soltar.
La profesora se acercó, recogió uno del suelo.
Leyó en voz baja:
“Hoy no sabía si valgo algo.”
Y de pronto, el aula dejó de reír.
— ¿Esto lo escribiste tú?
Nilo asintió.
Y entonces, ocurrió algo que él jamás esperó:
una niña alzó la mano.
— ¿Puedo hacer uno?
Otra levantó la voz:
—Yo también. Tengo uno dentro.
En minutos, los globos de papel comenzaron a multiplicarse.
Uno decía:
“Echo de menos a mi padre.”
Otro:
“Tengo miedo cuando se hace de noche.”
La profesora no los detuvo.
Solo escuchó.
Con los ojos húmedos y el alma abierta.
Ese día, algo invisible explotó en la clase.
Una burbuja de contención que nadie había notado.
Y todo porque un niño decidió traer lo más valioso que tenía:
su silencio.
Desde entonces, cada viernes, el aula tenía su “rato de globos”.
Un espacio para nombrar lo que pesa.
Para mirar al otro sin disfraz.
Para soltar.
Y Nilo, por primera vez, sintió que su voz tenía color.
No gritaba.
No cantaba.
Pero flotaba.
Y a veces, eso es todo lo que un niño necesita:
saber que hay alguien ahí,
cuando uno decide abrir la caja.
Sino lo que se guarda.
Eso lo sabía bien Nilo, un niño de diez años que vivía en un bloque antiguo, donde las paredes escuchaban más de lo que deberían.
En su casa no había peleas, ni insultos, ni portazos.
Pero tampoco abrazos.
Ni risas.
Ni preguntas.
Era un hogar de silencios gruesos.
De esos que uno traga como si fueran sopa fría.
Nilo había aprendido a no molestar.
A no hacer ruido.
A no pedir.
Cada día al volver del colegio, dejaba su mochila, se sentaba frente a la ventana… y dibujaba.
Pero no personas.
Ni paisajes.
Dibujaba globos.
De distintos tamaños, formas y colores.
Y a cada uno, le escribía una palabra dentro:
“No me escuchan.”
“Me siento invisible.”
“Quiero hablar con alguien.”
“Hoy casi lloré, pero no.”
Los recortaba con cuidado, y los guardaba en una caja de zapatos, bajo su cama.
A veces la abría de noche, como quien mira una constelación privada.
Un jueves cualquiera, la profesora pidió que cada alumno trajera algo que considerara valioso.
—Algo que te represente, algo tuyo de verdad —dijo.
Los demás llevaron juguetes, fotos, trofeos.
Nilo, tras mucho pensarlo, llevó su caja.
Cuando fue su turno, abrió la tapa.
Los papeles volaron un poco con el viento.
Y algunos cayeron al suelo.
La clase se rio.
— ¿Son… globos?
Nilo dudó.
Luego dijo:
—Sí. Pero no para volar. Son para soltar.
La profesora se acercó, recogió uno del suelo.
Leyó en voz baja:
“Hoy no sabía si valgo algo.”
Y de pronto, el aula dejó de reír.
— ¿Esto lo escribiste tú?
Nilo asintió.
Y entonces, ocurrió algo que él jamás esperó:
una niña alzó la mano.
— ¿Puedo hacer uno?
Otra levantó la voz:
—Yo también. Tengo uno dentro.
En minutos, los globos de papel comenzaron a multiplicarse.
Uno decía:
“Echo de menos a mi padre.”
Otro:
“Tengo miedo cuando se hace de noche.”
La profesora no los detuvo.
Solo escuchó.
Con los ojos húmedos y el alma abierta.
Ese día, algo invisible explotó en la clase.
Una burbuja de contención que nadie había notado.
Y todo porque un niño decidió traer lo más valioso que tenía:
su silencio.
Desde entonces, cada viernes, el aula tenía su “rato de globos”.
Un espacio para nombrar lo que pesa.
Para mirar al otro sin disfraz.
Para soltar.
Y Nilo, por primera vez, sintió que su voz tenía color.
No gritaba.
No cantaba.
Pero flotaba.
Y a veces, eso es todo lo que un niño necesita:
saber que hay alguien ahí,
cuando uno decide abrir la caja.