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PEDRO MARTINEZ: En lo alto de los Alpes suizos, donde los caminos desaparecen...

En lo alto de los Alpes suizos, donde los caminos desaparecen bajo la nieve y el viento silba como si contara secretos, vivía un panadero solitario llamado Emil.
Tenía sesenta y tantos años, una barba gris como la escarcha y unas manos grandes que aún recordaban el calor del horno, aunque hacía años que no amasaban nada.
Desde que su esposa murió, y sus hijos se marcharon al sur, Emil se había quedado solo en la cabaña de piedra que él mismo había construido.
Cada Navidad, encendía una vela, dejaba un plato vacío sobre la mesa y bebía una copa de vino sin brindar con nadie.
No era tristeza.
Era costumbre.
Ese 24 de diciembre, sin embargo, algo cambió.
La tormenta comenzó temprano.
El viento soplaba con furia y la nieve caía como si el cielo se estuviera rompiendo.
A las cinco de la tarde, Emil oyó un golpe en la puerta.
Pensó que era el viento.
Pero luego oyó una tos.
Abrió.
Y allí estaba: un joven tiritando, empapado hasta los huesos, con una mochila rota y las mejillas quemadas por el frío.
—Me perdí —balbuceó—. Creí que no lo contaba…
Emil no preguntó nada.
Solo lo hizo pasar.
Le preparó una sopa con las últimas verduras que le quedaban, puso leña en la chimenea y le prestó ropa seca.
El joven se llamaba Jakob.
Iba a pie desde Zurich hasta Viena.
Decía que necesitaba “caminar para recordar algo que había olvidado”.
No explicó más.
Esa noche, Emil cocinó por primera vez en mucho tiempo.
Pan de nueces, queso derretido, una botella de vino que había guardado sin saber para quién.
— ¿Siempre pasa solo la Navidad? —preguntó Jakob.
Emil asintió.
—Pero no me pesa. Estoy en paz con el silencio.
— ¿Y no extraña nada?
—Solo las voces.
Jakob miró el fuego.
Sus ojos estaban vidriosos.
—Yo… no hablo con mi padre desde hace años. Me fui sin despedirme.
— ¿Y por qué caminás?
—Porque en cada paso me acuerdo de lo que callé.
Emil sirvió dos copas.
—Entonces brindemos por los silencios que aún podemos romper.
Esa noche, Jakob se quedó dormido en el sofá, cubierto con una manta tejida por la esposa de Emil, aún con su aroma.
Y Emil, por primera vez en años, rezó.
No pidió nada.
Solo agradeció que alguien hubiera llamado a su puerta.
A la mañana siguiente, Jakob ya no estaba.
La manta doblada, la taza limpia.
Solo una hoja de papel en la mesa:
“Gracias por darme un motivo para volver.
Hoy bajaré al pueblo a llamar a mi padre.
Usted me enseñó que aún hay calor donde creemos que solo queda ceniza.
Feliz Navidad, viejo panadero.
Algún día volveré con alguien más.”
Emil sonrió.
Y por primera vez, no sintió la casa vacía.
Porque lo que ocurrió aquella Nochebuena no fue solo un gesto de hospitalidad.
Fue un regalo que no venía envuelto.
Y desde entonces, cada 24 de diciembre, Emil pone dos platos sobre la mesa.
Uno para él…
y otro para quien aún no ha llegado, pero puede estar en camino.
Porque el milagro no siempre es una estrella.
A veces, es solo un golpe en la puerta…
y el corazón dispuesto a abrir.