La noche del 24 de diciembre, la estación de trenes de Varsovia estaba casi vacía. Solo quedaban unos cuantos viajeros con bufandas apretadas, relojes que miraban con ansiedad y ojos cansados que solo querían llegar a casa.
Él estaba en un banco de madera, con una maleta vieja, un abrigo que ya no abrigaba y una mirada perdida entre los anuncios de llegadas y salidas.
Se llamaba Aleksander. Y esa noche no esperaba ningún tren.
Solo quería estar donde hubiera gente.
Donde las luces no se apagaran tan pronto como en su pequeño cuarto alquilado.
Donde el silencio no sonara tan fuerte como en su cabeza.
Tenía 71 años. Y esa sería su primera Navidad completamente solo.
Su esposa había fallecido el invierno anterior. Su hijo vivía en Canadá. Su hermana, en Alemania. Y los vecinos… eran solo eso: vecinos.
Lo único que llevaba consigo era una caja de cartón pequeña, con dos figuritas de cerámica dentro: un Niño Jesús y una Virgen que solía poner cada año en la mesa del comedor, junto a un mantel bordado por su esposa.
Los sacó. Los puso sobre el banco. Y se quedó mirándolos.
Entonces escuchó una voz:
— ¿Va a algún sitio, abuelo?
Era un niño. Tendría unos 9 años. Estaba con su madre, esperando el tren de las 22:40.
Aleksander sonrió con timidez.
—No. Me vine aquí solo a esperar… que se me pase la noche.
La mujer miró al anciano, luego a su hijo, y le susurró algo al oído.
Minutos después, el niño volvió.
Llevaba un trozo de pan de jengibre envuelto en una servilleta y un vaso de té caliente de la máquina.
—Mi madre dice que nadie debería pasar solo la Nochebuena.
Aleksander no supo qué decir.
Tomó el té con las manos temblorosas. Agradeció. Se limpió los ojos con disimulo.
— ¿Y esas figuritas? —preguntó el niño.
—Son mi belén. El más pequeño del mundo. Pero también el más lleno de recuerdos.
La mujer volvió con una manta. Se sentaron juntos. Esperaron el tren. Rieron un poco. Compartieron más pan de jengibre.
Y cuando el reloj marcó las doce, el niño le dijo:
—Feliz Navidad, abuelo.
Aleksander no tenía nietos.
Pero esa noche, por un instante, sintió que sí.
Y entendió que a veces, el milagro no es un pesebre lleno de ángeles, ni una estrella fugaz.
A veces… el verdadero milagro de Navidad es que alguien te mire a los ojos, y te vea.
Él estaba en un banco de madera, con una maleta vieja, un abrigo que ya no abrigaba y una mirada perdida entre los anuncios de llegadas y salidas.
Se llamaba Aleksander. Y esa noche no esperaba ningún tren.
Solo quería estar donde hubiera gente.
Donde las luces no se apagaran tan pronto como en su pequeño cuarto alquilado.
Donde el silencio no sonara tan fuerte como en su cabeza.
Tenía 71 años. Y esa sería su primera Navidad completamente solo.
Su esposa había fallecido el invierno anterior. Su hijo vivía en Canadá. Su hermana, en Alemania. Y los vecinos… eran solo eso: vecinos.
Lo único que llevaba consigo era una caja de cartón pequeña, con dos figuritas de cerámica dentro: un Niño Jesús y una Virgen que solía poner cada año en la mesa del comedor, junto a un mantel bordado por su esposa.
Los sacó. Los puso sobre el banco. Y se quedó mirándolos.
Entonces escuchó una voz:
— ¿Va a algún sitio, abuelo?
Era un niño. Tendría unos 9 años. Estaba con su madre, esperando el tren de las 22:40.
Aleksander sonrió con timidez.
—No. Me vine aquí solo a esperar… que se me pase la noche.
La mujer miró al anciano, luego a su hijo, y le susurró algo al oído.
Minutos después, el niño volvió.
Llevaba un trozo de pan de jengibre envuelto en una servilleta y un vaso de té caliente de la máquina.
—Mi madre dice que nadie debería pasar solo la Nochebuena.
Aleksander no supo qué decir.
Tomó el té con las manos temblorosas. Agradeció. Se limpió los ojos con disimulo.
— ¿Y esas figuritas? —preguntó el niño.
—Son mi belén. El más pequeño del mundo. Pero también el más lleno de recuerdos.
La mujer volvió con una manta. Se sentaron juntos. Esperaron el tren. Rieron un poco. Compartieron más pan de jengibre.
Y cuando el reloj marcó las doce, el niño le dijo:
—Feliz Navidad, abuelo.
Aleksander no tenía nietos.
Pero esa noche, por un instante, sintió que sí.
Y entendió que a veces, el milagro no es un pesebre lleno de ángeles, ni una estrella fugaz.
A veces… el verdadero milagro de Navidad es que alguien te mire a los ojos, y te vea.