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PEDRO MARTINEZ: Yorkshire, Inglaterra — 1933...

Yorkshire, Inglaterra — 1933
Aquella noche había niebla espesa en la carretera de Pennines.
No una niebla poética.
Una de esas que se te meten en los ojos y te borran el mundo a dos metros.
Percy Shaw conducía solo, despacio, con las manos tensas en el volante. No era ingeniero famoso ni científico. Tenía 39 años y ganaba la vida fabricando pequeñas piezas metálicas en un taller modesto.
Conocía esa carretera de memoria.
O eso creía.
En una curva cerrada, el coche se desvió apenas unos centímetros. Lo suficiente para que el borde del camino desapareciera bajo las ruedas.
Percy frenó en seco.
El coche quedó suspendido al borde de un barranco.
Un metro más… y no estaría contando nada.
El corazón le golpeaba el pecho cuando levantó la vista.
Y entonces lo vio.
Dos puntos brillantes, suspendidos en la oscuridad, devolviéndole la luz de los faros.
No eran luces humanas.
No eran reflectores.
Eran los ojos de un gato, sentado tranquilamente al borde del camino.
El animal no se movía.
Solo miraba.
Percy se quedó ahí varios segundos, respirando, mientras el coche temblaba.
Cuando por fin logró dar marcha atrás y ponerse a salvo, no pudo dejar de pensar en lo mismo:
“Si yo hubiera visto antes esos dos puntos… no habría estado a punto de morir.”
Esa noche no durmió.
No pensaba en el miedo.
Pensaba en la idea.
A la mañana siguiente volvió a la carretera. Se agachó. Observó el asfalto. Las curvas. La oscuridad. Y volvió a pensar en el gato.
No en el animal.
En sus ojos.
En cómo reflejaban la luz.
En cómo no emitían nada, solo devolvían lo que recibían.
En cómo, incluso en la peor niebla, seguían ahí.
Percy empezó a experimentar en su taller.
Vidrio.
Lentes.
Metal.
Goma.
Probó decenas de combinaciones hasta que logró algo simple:
un pequeño dispositivo que, colocado a ras del suelo, reflejaba la luz de los faros directamente al conductor, incluso bajo lluvia o niebla.
Los instaló por su cuenta en un tramo peligroso de carretera. Sin permiso. Sin avisar.
Durante semanas observó desde lejos.
Los coches frenaban antes.
Tomaban mejor las curvas.
Había menos accidentes.
Cuando fue al ayuntamiento con su invento, se rieron.
— ¿Un trocito de vidrio en el suelo?
—Eso no va a cambiar nada.
Percy no discutió.
—Pónganlos en una curva —dijo—. Solo en una.
Los colocaron.
Y los accidentes desaparecieron en ese tramo.
Hoy, esos pequeños reflectores se llaman “cat’s eyes”.
Ojos de gato.
Están en carreteras de todo el mundo.
En autopistas.
En puentes.
En túneles.
En zonas donde la visibilidad puede matarte.
Han salvado millones de vidas.
Percy Shaw nunca fue un héroe.
Nunca dio discursos.
Nunca buscó reconocimiento.
Solo dijo una vez, cuando le preguntaron de dónde había sacado la idea:
“Un gato me enseñó a ver en la oscuridad.”
Y eso fue suficiente.