Dakar, Senegal, 2019.
A las cinco de la mañana, antes de que el calor subiera de la arena, una mujer abría una pequeña nevera frente al hospital. Vendía yogures caseros y pan dulce. No gritaba. No regateaba. Solo colocaba todo con una calma casi ceremonial.
Se llamaba Aïssatou. Tenía 38 años.
Un residente le preguntó una vez:
— ¿Por qué vienes tan temprano?
Aïssatou respondió sin levantar la vista.
—Porque a esta hora llegan los que no pueden pagar el miedo.
El médico no entendió.
Hasta el día en que una madre llegó corriendo con un bebé azul en brazos. No tenía dinero. No tenía papeles. Solo una mirada desesperada.
La recepción exigió adelanto. La madre se quedó congelada.
Aïssatou cerró la nevera, sacó de su delantal un sobre arrugado y lo puso en el mostrador.
—Cúbrelo —dijo.
— ¿Es su hijo? —preguntó el recepcionista.
Aïssatou negó.
—Es el hijo de alguien que no puede perderlo hoy.
El bebé entró. La madre se derrumbó en el suelo. Aïssatou se sentó a su lado y le dio un yogur.
—Come. Si no comes, te vas a romper antes que él.
Durante semanas, ocurrió lo mismo. Siempre con alguien distinto. Siempre con un sobre que Aïssatou llenaba vendiendo yogures.
Un médico insistió:
— ¿Por qué haces esto?
Aïssatou respiró hondo.
—Porque una vez yo vine con mi hermana. No teníamos nada. Nos dijeron que esperáramos. Mi hermana se fue antes de que la llamaran. Y desde entonces… yo no dejo que nadie se vaya por dinero.
El médico bajó la cabeza. Ese mismo día, empezó una caja discreta en la sala de descanso: “Para los que llegan sin nada”.
Aïssatou nunca lo pidió. Solo lo inspiró.
Cuando un periodista quiso entrevistarla, ella se negó.
—No me nombres —dijo—. Que parezca que el mundo lo hizo solo.
A las cinco de la mañana, antes de que el calor subiera de la arena, una mujer abría una pequeña nevera frente al hospital. Vendía yogures caseros y pan dulce. No gritaba. No regateaba. Solo colocaba todo con una calma casi ceremonial.
Se llamaba Aïssatou. Tenía 38 años.
Un residente le preguntó una vez:
— ¿Por qué vienes tan temprano?
Aïssatou respondió sin levantar la vista.
—Porque a esta hora llegan los que no pueden pagar el miedo.
El médico no entendió.
Hasta el día en que una madre llegó corriendo con un bebé azul en brazos. No tenía dinero. No tenía papeles. Solo una mirada desesperada.
La recepción exigió adelanto. La madre se quedó congelada.
Aïssatou cerró la nevera, sacó de su delantal un sobre arrugado y lo puso en el mostrador.
—Cúbrelo —dijo.
— ¿Es su hijo? —preguntó el recepcionista.
Aïssatou negó.
—Es el hijo de alguien que no puede perderlo hoy.
El bebé entró. La madre se derrumbó en el suelo. Aïssatou se sentó a su lado y le dio un yogur.
—Come. Si no comes, te vas a romper antes que él.
Durante semanas, ocurrió lo mismo. Siempre con alguien distinto. Siempre con un sobre que Aïssatou llenaba vendiendo yogures.
Un médico insistió:
— ¿Por qué haces esto?
Aïssatou respiró hondo.
—Porque una vez yo vine con mi hermana. No teníamos nada. Nos dijeron que esperáramos. Mi hermana se fue antes de que la llamaran. Y desde entonces… yo no dejo que nadie se vaya por dinero.
El médico bajó la cabeza. Ese mismo día, empezó una caja discreta en la sala de descanso: “Para los que llegan sin nada”.
Aïssatou nunca lo pidió. Solo lo inspiró.
Cuando un periodista quiso entrevistarla, ella se negó.
—No me nombres —dijo—. Que parezca que el mundo lo hizo solo.