Cada tarde, al caer el sol, un niño recorría el mercado cerrado.
No pedía comida.
No buscaba monedas.
Buscaba semillas.
No nuevas. No compradas.
Sino las que caían al suelo y nadie recogía:
pepitas de sandía, huesos de aguacate, puntas de zanahoria.
Todo lo que para los demás era desecho.
— ¿Para qué quieres eso, chaval? —le preguntó un frutero mientras cerraba su puesto.
—Porque todo lo que parece inútil… puede crecer, si uno lo cuida.
— ¿Y tienes dónde plantarlas?
El niño sonrió.
—Sí. Un rincón. Detrás del centro de salud. Nadie va por ahí. Pero tiene sol por la tarde… y tierra con paciencia.
Nadie le creyó.
Hasta que, semanas después, unos brotes verdes asomaron entre los escombros.
Primero una tomatera tímida.
Luego, una fila de girasoles desordenados.
Después, un limonero bebé con más voluntad que hojas.
El niño seguía yendo.
Solo. Silencioso.
Plantaba, regaba, hablaba con las plantas como si fueran gente.
Y los brotes… le respondían.
Un día, una enfermera salió a fumar por la parte trasera del centro.
— ¿Esto lo hiciste tú?
—Sí. Pero con lo que nadie quiso.
— ¿Y por qué?
—Porque así soy yo también.
Pero las plantas me enseñaron que nadie es basura… si alguien cree en lo que puede crecer.
Desde entonces, más personas empezaron a pasar por ese rincón.
Algunos llevaban restos para plantar.
Otros se sentaban simplemente a respirar entre tanto verde inesperado.
Una mañana, el niño no volvió.
Durante días, la tierra se secó.
Hasta que llegó una señora mayor con una pala pequeña y una carta en la mano.
Era la abuela del niño.
—Se mudó conmigo a otra ciudad. Pero me pidió que viniera a dejar esto.
La carta decía:
“No dejen de sembrar lo que los demás descartan. Yo ahora tengo jardín. Pero ustedes tienen la calle. Y ahí también puede nacer algo hermoso.”
A veces creemos que los niños no tienen nada que enseñar.
Pero hay niños…
que saben hacer florecer hasta lo que todos dieron por perdido.
No pedía comida.
No buscaba monedas.
Buscaba semillas.
No nuevas. No compradas.
Sino las que caían al suelo y nadie recogía:
pepitas de sandía, huesos de aguacate, puntas de zanahoria.
Todo lo que para los demás era desecho.
— ¿Para qué quieres eso, chaval? —le preguntó un frutero mientras cerraba su puesto.
—Porque todo lo que parece inútil… puede crecer, si uno lo cuida.
— ¿Y tienes dónde plantarlas?
El niño sonrió.
—Sí. Un rincón. Detrás del centro de salud. Nadie va por ahí. Pero tiene sol por la tarde… y tierra con paciencia.
Nadie le creyó.
Hasta que, semanas después, unos brotes verdes asomaron entre los escombros.
Primero una tomatera tímida.
Luego, una fila de girasoles desordenados.
Después, un limonero bebé con más voluntad que hojas.
El niño seguía yendo.
Solo. Silencioso.
Plantaba, regaba, hablaba con las plantas como si fueran gente.
Y los brotes… le respondían.
Un día, una enfermera salió a fumar por la parte trasera del centro.
— ¿Esto lo hiciste tú?
—Sí. Pero con lo que nadie quiso.
— ¿Y por qué?
—Porque así soy yo también.
Pero las plantas me enseñaron que nadie es basura… si alguien cree en lo que puede crecer.
Desde entonces, más personas empezaron a pasar por ese rincón.
Algunos llevaban restos para plantar.
Otros se sentaban simplemente a respirar entre tanto verde inesperado.
Una mañana, el niño no volvió.
Durante días, la tierra se secó.
Hasta que llegó una señora mayor con una pala pequeña y una carta en la mano.
Era la abuela del niño.
—Se mudó conmigo a otra ciudad. Pero me pidió que viniera a dejar esto.
La carta decía:
“No dejen de sembrar lo que los demás descartan. Yo ahora tengo jardín. Pero ustedes tienen la calle. Y ahí también puede nacer algo hermoso.”
A veces creemos que los niños no tienen nada que enseñar.
Pero hay niños…
que saben hacer florecer hasta lo que todos dieron por perdido.