Cuando Mirela tomó el tren a las afueras de Bucarest aquel día, solo quería desconectar. No esperaba cambiarle la vida a nadie. Mucho menos a un ser que no sabía ni su propio nombre.
El tren se detuvo unos minutos en una estación rural cerrada hacía años. Las puertas no se abrieron, pero Mirela miró por la ventana. Entre los escombros, algo se movía.
Una bola de pelos, huesos y miedo. Era un perro, pero no se parecía a ningún otro que hubiera visto. Flaco hasta lo irreal, con un ojo lastimado y una cuerda rota al cuello.
—Ese perro… —murmuró a la pasajera de al lado—. ¿Lo viste?
La mujer apenas asintió, indiferente. Pero Mirela ya no podía pensar en otra cosa.
Bajó en la siguiente estación. Tomó un taxi. Y volvió a pie por un sendero rural hasta llegar a la estación abandonada.
El perro seguía ahí.
Le lanzó un trozo de pan. El animal no se movió. Entonces se agachó, mostró las manos vacías y esperó.
—No tengo nombre para ti aún. Ni collar. Pero sí tengo ganas de darte otra vida.
Tardó casi una hora en que el perro aceptara acercarse. Cuando por fin se apoyó en sus piernas, no ladró. Solo tembló.
Mirela lo llamó Cezar.
Lo llevó en brazos al veterinario más cercano. La lista de diagnósticos era larga: desnutrición severa, infecciones, anemia, parásitos, traumas antiguos. El veterinario negó con la cabeza.
—Podrías dejarlo. Nadie te culparía. Está muy mal.
Pero Mirela se quedó. Lo alimentó con jeringa, limpió sus heridas, durmió en el suelo junto a su cama improvisada. Día tras día. Hasta que, un mes después, Cezar dio su primer ladrido.
Hoy, Cezar no se parece al espectro que encontró aquella tarde. Tiene el pelo brillante, un ojo que brilla como ámbar y un paso altivo.
Pero lo que más conserva es la forma en que mira a Mirela. Como si cada día le recordara que fue su segunda oportunidad.
Y ella dice lo mismo cada vez que le preguntan:
—Yo no fui a rescatar un perro. Fui a rescatarme del cinismo. Y él lo hizo posible.
Porque a veces no sabes cuánto amor te cabe en el alma… hasta que alguien te lo devuelve en forma de gratitud peluda.
¿Alguna vez sentiste que un animal te salvó más de lo que tú a él?
El tren se detuvo unos minutos en una estación rural cerrada hacía años. Las puertas no se abrieron, pero Mirela miró por la ventana. Entre los escombros, algo se movía.
Una bola de pelos, huesos y miedo. Era un perro, pero no se parecía a ningún otro que hubiera visto. Flaco hasta lo irreal, con un ojo lastimado y una cuerda rota al cuello.
—Ese perro… —murmuró a la pasajera de al lado—. ¿Lo viste?
La mujer apenas asintió, indiferente. Pero Mirela ya no podía pensar en otra cosa.
Bajó en la siguiente estación. Tomó un taxi. Y volvió a pie por un sendero rural hasta llegar a la estación abandonada.
El perro seguía ahí.
Le lanzó un trozo de pan. El animal no se movió. Entonces se agachó, mostró las manos vacías y esperó.
—No tengo nombre para ti aún. Ni collar. Pero sí tengo ganas de darte otra vida.
Tardó casi una hora en que el perro aceptara acercarse. Cuando por fin se apoyó en sus piernas, no ladró. Solo tembló.
Mirela lo llamó Cezar.
Lo llevó en brazos al veterinario más cercano. La lista de diagnósticos era larga: desnutrición severa, infecciones, anemia, parásitos, traumas antiguos. El veterinario negó con la cabeza.
—Podrías dejarlo. Nadie te culparía. Está muy mal.
Pero Mirela se quedó. Lo alimentó con jeringa, limpió sus heridas, durmió en el suelo junto a su cama improvisada. Día tras día. Hasta que, un mes después, Cezar dio su primer ladrido.
Hoy, Cezar no se parece al espectro que encontró aquella tarde. Tiene el pelo brillante, un ojo que brilla como ámbar y un paso altivo.
Pero lo que más conserva es la forma en que mira a Mirela. Como si cada día le recordara que fue su segunda oportunidad.
Y ella dice lo mismo cada vez que le preguntan:
—Yo no fui a rescatar un perro. Fui a rescatarme del cinismo. Y él lo hizo posible.
Porque a veces no sabes cuánto amor te cabe en el alma… hasta que alguien te lo devuelve en forma de gratitud peluda.
¿Alguna vez sentiste que un animal te salvó más de lo que tú a él?