EL CISNE QUE ESPERABA A SU DUEÑA
Innsbruck, Austria. Invierno de 2021.
El lago Hallstättersee estaba casi congelado. Aquel año, el frío había llegado temprano y con fuerza. Pero en una esquina del embarcadero, un cisne blanco se negaba a migrar.
Los pescadores del pueblo lo veían cada mañana, de pie, sin moverse mucho, mirando el agua. Lo llamaban “Klaus”, aunque sabían que no respondía a ningún nombre. No tenía anillo, ni marca alguna. Pero todos sabían su historia.
Un año antes, una mujer mayor, llamada Astrid, había vivido junto al lago. Viuda desde hacía tiempo, salía cada tarde con una bufanda de lana roja al cuello y una cesta con pan duro. Se sentaba en el mismo banco, sacaba un libro, y esperaba. Y entonces él aparecía.
El cisne.
—Parecen hablar —decía una niña que los veía desde la casa vecina.
—Quizá se entienden —respondía su madre.
Astrid hablaba en voz baja, mientras el cisne comía del agua. Le contaba cosas: del clima, de su nieta que vivía en Viena, de los años que llevaba sola. Nadie sabía si el cisne la escuchaba. Pero no se iba.
Una tarde, Astrid no llegó.
Y no volvió a llegar.
Había fallecido en su casa, tranquila, en paz. Pero el cisne siguió yendo.
Cada día.
A la misma hora.
Al mismo banco.
El invierno llegó, y mientras todos los demás cisnes migraban, él se quedó. Solo. Silencioso. Como esperando algo. O a alguien.
— ¿No es peligroso para él quedarse? —preguntó un niño.
—Quizá, pero no se deja atrapar —respondió un vecino.
Intentaron llevarlo a un refugio. Rechazó todo. Solo aceptaba estar allí, junto al banco de madera, entre la nieve.
Fue entonces cuando Klara, la nieta de Astrid, vino al pueblo. Había oído la historia.
—Mi abuela hablaba de ese cisne como si fuera un viejo amigo. A veces pienso que era su manera de no sentirse tan sola.
Klara llevó la bufanda roja al lago. Se sentó en el mismo banco. El cisne se acercó.
No como a Astrid.
Pero lo hizo.
Ella sacó un libro y lo abrió.
—Hola, Klaus —susurró—. Hoy hace frío, ¿eh?
Y así empezó otra rutina.
Klara prometió visitarlo cada semana.
Y el cisne… se quedó.
Aún hoy, si vas al lago en invierno, puedes ver a un cisne blanco entre la escarcha. Y a veces, una mujer joven con una bufanda roja, leyendo en voz baja.
Dicen que hay amores que no terminan con la muerte.
Solo cambian de forma.
Innsbruck, Austria. Invierno de 2021.
El lago Hallstättersee estaba casi congelado. Aquel año, el frío había llegado temprano y con fuerza. Pero en una esquina del embarcadero, un cisne blanco se negaba a migrar.
Los pescadores del pueblo lo veían cada mañana, de pie, sin moverse mucho, mirando el agua. Lo llamaban “Klaus”, aunque sabían que no respondía a ningún nombre. No tenía anillo, ni marca alguna. Pero todos sabían su historia.
Un año antes, una mujer mayor, llamada Astrid, había vivido junto al lago. Viuda desde hacía tiempo, salía cada tarde con una bufanda de lana roja al cuello y una cesta con pan duro. Se sentaba en el mismo banco, sacaba un libro, y esperaba. Y entonces él aparecía.
El cisne.
—Parecen hablar —decía una niña que los veía desde la casa vecina.
—Quizá se entienden —respondía su madre.
Astrid hablaba en voz baja, mientras el cisne comía del agua. Le contaba cosas: del clima, de su nieta que vivía en Viena, de los años que llevaba sola. Nadie sabía si el cisne la escuchaba. Pero no se iba.
Una tarde, Astrid no llegó.
Y no volvió a llegar.
Había fallecido en su casa, tranquila, en paz. Pero el cisne siguió yendo.
Cada día.
A la misma hora.
Al mismo banco.
El invierno llegó, y mientras todos los demás cisnes migraban, él se quedó. Solo. Silencioso. Como esperando algo. O a alguien.
— ¿No es peligroso para él quedarse? —preguntó un niño.
—Quizá, pero no se deja atrapar —respondió un vecino.
Intentaron llevarlo a un refugio. Rechazó todo. Solo aceptaba estar allí, junto al banco de madera, entre la nieve.
Fue entonces cuando Klara, la nieta de Astrid, vino al pueblo. Había oído la historia.
—Mi abuela hablaba de ese cisne como si fuera un viejo amigo. A veces pienso que era su manera de no sentirse tan sola.
Klara llevó la bufanda roja al lago. Se sentó en el mismo banco. El cisne se acercó.
No como a Astrid.
Pero lo hizo.
Ella sacó un libro y lo abrió.
—Hola, Klaus —susurró—. Hoy hace frío, ¿eh?
Y así empezó otra rutina.
Klara prometió visitarlo cada semana.
Y el cisne… se quedó.
Aún hoy, si vas al lago en invierno, puedes ver a un cisne blanco entre la escarcha. Y a veces, una mujer joven con una bufanda roja, leyendo en voz baja.
Dicen que hay amores que no terminan con la muerte.
Solo cambian de forma.