Compramos energía a futuro

PEDRO MARTINEZ: Durante años pensé que vendía flores....

Durante años pensé que vendía flores.
Tenía un puesto pequeño al borde del cementerio, donde el viento parecía hablar más fuerte que la gente. No tenía cartel, ni precios visibles. Solo un montón de ramos siempre frescos y una caja de madera pintada con la palabra “HONESTO”.
Era un viejo de manos arrugadas, mirada baja y una voz que usaba poco. Cuando le preguntabas cuánto costaba un ramo, decía lo mismo: lo que sientas que vale.
Un día me animé a ir. Tenía que dejar flores. No por obligación, sino por culpa. Mi hermano y yo no nos hablamos los últimos dos años antes de su muerte. La última vez que lo vi, le grité algo horrible. No fui al hospital. No estuve cuando me necesitó. Y ahora, iba al cementerio sin saber cómo mirarlo, ni siquiera bajo tierra.
El florista me tendió un ramo de claveles blancos sin que se lo pidiera. Me lo puso en las manos y me miró a los ojos por primera vez.
—Este es para cuando no sabés si te van a perdonar, pero igual necesitás decir lo siento.
Me quedé congelado. No le había dicho una palabra. Ni una.
Le pregunté cómo lo sabía. Solo se encogió de hombros.
—No vendo flores. Ayudo a entregar cosas que quedaron atragantadas. Los muertos no leen cartas, pero sienten el gesto.
Ese día lloré. No frente a la tumba. No frente al florista. Lloré de vuelta a casa, con los dedos aferrados al tallo del ramo, como si ese perdón me estuviera sosteniendo.
Volví varias veces después. No siempre para comprar. A veces solo para sentarme cerca. Vi cómo otras personas se acercaban. Algunas hablaban mucho. Otras no decían nada. Él siempre encontraba la flor exacta. La que hablaba por quienes ya no podían hacerlo con la boca.
Una mujer se fue con un lirio y los ojos llenos de paz. Un hombre se llevó un ramo atado con una cinta azul que no estaba a la vista. Una niña, un solo jazmín y un dibujo hecho con crayones.
Un día, el puesto estaba cerrado. Un cartel, escrito con una caligrafía inestable, decía que se había ido. No decía adónde. Solo una frase:
“Cuando no sepas cómo pedir perdón, empezá por el gesto. Lo demás, el alma lo entiende.”
Desde entonces, dejo flores en lugares extraños. En buzones. En portales. En bancos de plaza. No firmo. No explico. No espero respuestas.
A veces no se trata de que te perdonen. Se trata de no quedarte con eso clavado en la garganta.
Y de alguien, alguna vez, que te enseñó cómo empezar.