LA SHAKSHUKA QUE ENCENDIÓ UNA CASA EN RUINAS EN TÚNEZ
Sidi Bou Said, un pueblo blanco y azul colgado sobre el Mediterráneo. Allí vivía Amal, una mujer mayor que todos daban por excéntrica. Hablaba sola, coleccionaba platos rotos, y cocinaba todos los días para alguien que nunca llegaba.
Su casa tenía la puerta siempre abierta… pero nadie entraba.
Hasta que una tarde apareció Karim, un adolescente con cara de fuga. Había escapado de casa tras una pelea con su madre. Tenía hambre, barro en los zapatos, y un gesto desafiante.
— ¿Qué hueles? —preguntó Amal desde la cocina.
—Algo que no tengo —respondió él.
Ella rió. Le sirvió una cazuela de hierro con huevos escalfados, salsa de tomate, ajo, pimientos y harissa.
—Shakshuka —dijo—. Es lo que uno cocina cuando está a punto de rendirse. El fuego la hace fuerte. Como a nosotros.
Karim comió con las manos. Con la boca. Con los ojos húmedos.
— ¿Usted cocina todos los días?
—Sí. Desde que mi hijo se fue.
— ¿Se fue?
—Dejó de hablarme. Como tú hoy con tu madre.
Él dejó de comer.
— ¿Y si no vuelve?
—Entonces este plato será para ti. Hasta que dejes de correr.
Karim volvió cada tarde. A veces en silencio, a veces enfadado, otras veces… con pan. Hasta que un día, llegó con su madre. Con miedo.
Amal cocinó para los tres. Sirvió la shakshuka con comino y aceitunas negras.
— ¿Sabes qué significa shakshuka? —preguntó.
—No.
—“Mezcla”. Como las emociones. Como las familias. No siempre queda prolijo. Pero si se cocina lento… puede sanar.
Hoy, esa casa tiene flores en la entrada. Y un letrero de cerámica pintado a mano:
“Donde huele a shakshuka… nadie se queda solo.”
Sidi Bou Said, un pueblo blanco y azul colgado sobre el Mediterráneo. Allí vivía Amal, una mujer mayor que todos daban por excéntrica. Hablaba sola, coleccionaba platos rotos, y cocinaba todos los días para alguien que nunca llegaba.
Su casa tenía la puerta siempre abierta… pero nadie entraba.
Hasta que una tarde apareció Karim, un adolescente con cara de fuga. Había escapado de casa tras una pelea con su madre. Tenía hambre, barro en los zapatos, y un gesto desafiante.
— ¿Qué hueles? —preguntó Amal desde la cocina.
—Algo que no tengo —respondió él.
Ella rió. Le sirvió una cazuela de hierro con huevos escalfados, salsa de tomate, ajo, pimientos y harissa.
—Shakshuka —dijo—. Es lo que uno cocina cuando está a punto de rendirse. El fuego la hace fuerte. Como a nosotros.
Karim comió con las manos. Con la boca. Con los ojos húmedos.
— ¿Usted cocina todos los días?
—Sí. Desde que mi hijo se fue.
— ¿Se fue?
—Dejó de hablarme. Como tú hoy con tu madre.
Él dejó de comer.
— ¿Y si no vuelve?
—Entonces este plato será para ti. Hasta que dejes de correr.
Karim volvió cada tarde. A veces en silencio, a veces enfadado, otras veces… con pan. Hasta que un día, llegó con su madre. Con miedo.
Amal cocinó para los tres. Sirvió la shakshuka con comino y aceitunas negras.
— ¿Sabes qué significa shakshuka? —preguntó.
—No.
—“Mezcla”. Como las emociones. Como las familias. No siempre queda prolijo. Pero si se cocina lento… puede sanar.
Hoy, esa casa tiene flores en la entrada. Y un letrero de cerámica pintado a mano:
“Donde huele a shakshuka… nadie se queda solo.”