En un pueblo de caminos de tierra y tardes polvorientas, vivía un burro viejo al que todos llamaban Lorenzo. Tenía la piel curtida por el sol y las patas torcidas por los años, pero seguía caminando cada mañana como si tuviera una misión.
No tenía dueño. O, al menos, nadie recordaba que alguien lo reclamara. Simplemente apareció un día en la plaza, con una cuerda rota colgando del cuello y una mirada que no pedía nada, pero lo decía todo.
—Ese burro es raro —decían los niños—. Se queda quieto mirando al cielo, como si entendiera algo que nosotros no.
Lorenzo no rebuznaba. No corría. No pedía comida. Solo caminaba, se detenía en las colinas, y miraba hacia el horizonte durante largos minutos, a veces horas.
Don Fermín, un anciano que barría la iglesia, fue el primero en notarlo.
—Ese animal no está perdido. Está recordando.
Una tarde, mientras el viento sacudía los naranjos, Lorenzo subió la cuesta del cementerio. Nadie lo siguió. Pero desde abajo, una niña lo observó. Era Camila, la nieta del panadero, quien desde hacía meses no hablaba con nadie desde que perdió a su madre.
Lorenzo se detuvo frente a una tumba sin nombre. La niña, impulsada por algo que no entendía, subió también. El burro no se movió. Solo miraba, como si esperara algo.
Camila se sentó a su lado. No dijo nada. Solo apoyó su cabeza en su lomo. Y por primera vez en semanas, lloró.
El burro no se fue.
— ¿La conocías? —susurró ella—. ¿También la extrañas?
Él cerró los ojos. No había respuesta, pero no hacía falta.
Desde ese día, cada tarde, Camila y Lorenzo subían juntos al cementerio. Algunos pensaban que era un juego de niños. Otros, que era una locura. Pero nadie podía negar que la niña volvió a sonreír.
Y Lorenzo… también.
Porque, en las mañanas, cuando Camila lo buscaba, él la esperaba ya en la puerta de su casa.
Un día, simplemente no bajó más. Lo encontraron acostado bajo un árbol, mirando al cielo. No había señales de dolor. Solo paz.
Camila lo despidió con una flor y una promesa:
—Gracias por enseñarme que no todo lo que se pierde… se va del todo.
No tenía dueño. O, al menos, nadie recordaba que alguien lo reclamara. Simplemente apareció un día en la plaza, con una cuerda rota colgando del cuello y una mirada que no pedía nada, pero lo decía todo.
—Ese burro es raro —decían los niños—. Se queda quieto mirando al cielo, como si entendiera algo que nosotros no.
Lorenzo no rebuznaba. No corría. No pedía comida. Solo caminaba, se detenía en las colinas, y miraba hacia el horizonte durante largos minutos, a veces horas.
Don Fermín, un anciano que barría la iglesia, fue el primero en notarlo.
—Ese animal no está perdido. Está recordando.
Una tarde, mientras el viento sacudía los naranjos, Lorenzo subió la cuesta del cementerio. Nadie lo siguió. Pero desde abajo, una niña lo observó. Era Camila, la nieta del panadero, quien desde hacía meses no hablaba con nadie desde que perdió a su madre.
Lorenzo se detuvo frente a una tumba sin nombre. La niña, impulsada por algo que no entendía, subió también. El burro no se movió. Solo miraba, como si esperara algo.
Camila se sentó a su lado. No dijo nada. Solo apoyó su cabeza en su lomo. Y por primera vez en semanas, lloró.
El burro no se fue.
— ¿La conocías? —susurró ella—. ¿También la extrañas?
Él cerró los ojos. No había respuesta, pero no hacía falta.
Desde ese día, cada tarde, Camila y Lorenzo subían juntos al cementerio. Algunos pensaban que era un juego de niños. Otros, que era una locura. Pero nadie podía negar que la niña volvió a sonreír.
Y Lorenzo… también.
Porque, en las mañanas, cuando Camila lo buscaba, él la esperaba ya en la puerta de su casa.
Un día, simplemente no bajó más. Lo encontraron acostado bajo un árbol, mirando al cielo. No había señales de dolor. Solo paz.
Camila lo despidió con una flor y una promesa:
—Gracias por enseñarme que no todo lo que se pierde… se va del todo.