Compramos energía a futuro

PEDRO MARTINEZ: —Shhh… está hablando —susurró el niño, con el oído...

—Shhh… está hablando —susurró el niño, con el oído pegado al tronco.
Era delgado, de rostro sereno y ojos que parecían saber más de lo que decía. Estaba abrazado a un árbol en medio del parque central de Nairobi, como si fuera su mejor amigo.
Amira, que paseaba por allí en su primer día de vacaciones, se detuvo con ternura.
— ¿Quién está hablando?
—Este —respondió él, acariciando la corteza—. Dice que hoy está triste porque nadie se ha sentado bajo su sombra.
— ¿Y tú puedes entender lo que dice?
El niño asintió con seriedad.
—Claro. Todos los árboles hablan. Solo que hablan bajito… y lento. Por eso los adultos no los escuchan.
— ¿Y cómo te llamas?
—Kelechi. Pero el árbol me llama ojos abiertos.
Amira sonrió.
— ¿Vienes todos los días?
—Sí. Les cuento cosas buenas para que no se marchiten por dentro. A cambio, me dejan secretos.
— ¿Qué clase de secretos?
Kelechi se acercó como quien va a confesar algo sagrado.
—Una vez me contaron que, cuando una persona se sienta a llorar junto a ellos, no dicen nada… pero crecen más rápido. Como si quisieran abrazarla desde abajo.
Amira se quedó en silencio, mirando las ramas moverse con suavidad.
— ¿Y tú qué les cuentas?
—Historias. De personas que ríen sin motivo, de animales que bailan, de madres que cantan cuando nadie las ve. Cosas que a los árboles les gustan.
— ¿Y ellos qué te enseñan a ti?
—A quedarme quieto. A no tener prisa. A confiar en que todo… florece.
Amira sacó un pequeño cuaderno de su bolso.
— ¿Te gustaría anotar tus historias aquí?
Los ojos de Kelechi se iluminaron.
— ¿Puedo?
—Claro. Pero prométeme algo: escribe también lo que ellos te digan.
Durante los días siguientes, Amira volvió. Kelechi siempre estaba con un árbol distinto. Uno le contaba recuerdos. Otro, chistes. Uno más, decía estar enamorado de una farola.
Pero un día, ya no lo encontró.
Ni a él, ni a su cuaderno.
Ni a su risa.
Preguntó a un jardinero.
— ¿El niño que hablaba con los árboles? —dijo él—. Sí. Lo vio una maestra, le grabó, lo compartió. Una fundación lo contactó. Ahora está en una escuela que tiene un bosque propio. Dicen que escribe cuentos para niños que no saben cómo hacer silencio. Le han dado una beca. Y un árbol con su nombre.
Amira caminó hasta el árbol donde lo había visto la primera vez.
Se sentó bajo su sombra.
Y por primera vez en años… se quedó quieta.
Y escuchó.
No era botánica. No era maestra. No tenía una organización.
Solo se había detenido.
Y había creído.
A veces pensamos que los árboles solo dan sombra.
Pero hay niños…
que saben que también dan respuestas.