Cuando lo encontraron, estaba enrollado como una piedra, al borde de la vía del tren en las afueras de Ankara, Turquía. Nadie sabía de dónde había salido, ni cuántas noches llevaba allí. Solo era “el niño del abrigo verde”.
Tenía unos siete años, quizá menos. No hablaba. No lloraba. Solo apretaba los labios y observaba con una desconfianza que cortaba el aire. Tenía una herida mal curada en el pie, los dedos de las manos sucios de hollín, y una mirada vieja, más vieja que cualquiera de los policías que intentaban averiguar su identidad.
Lo llevaron a un centro de acogida, uno de esos lugares que parecen más hospital que hogar. Lo bañaron, le ofrecieron ropa limpia, comida caliente, una cama. Él aceptó todo… sin decir una sola palabra.
Pasaron los días y nadie lo reclamó. No figuraba en ningún registro. No tenía papeles. No sabían si venía de Siria, del interior del país o de alguna red rota de trata. No sabían su idioma. Algunos pensaron que tenía retraso madurativo. Otros creyeron que había decidido callar por algo más profundo.
Una tarde, mientras el resto de los niños jugaba al balón, una niña de unos nueve años se le acercó. Se llamaba Esra. Llevaba dos años allí. Tenía una energía eléctrica y una dulzura desafiante. Se sentó junto a él, sin decir nada. Pasaron horas así. Al día siguiente, volvió. Y al otro. Hasta que una tarde, mientras caía una lluvia fina, ella le susurró algo al oído. Y él… sonrió.
Ese fue el primer milagro.
Esra decidió que él necesitaba un nombre. Como no lo decía, le propuso uno: Yunus. Como el profeta que fue tragado por la ballena, y que volvió a ver la luz. “Porque tú también saliste del vientre oscuro del mundo, ¿no?”, le dijo.
Desde ese día, “el niño del abrigo verde” pasó a ser Yunus.
No hablaba, pero escribía. Esra le prestó su cuaderno. Y él empezó a dibujar. Trenes. Bosques. Unos ojos enormes. Un fuego. Unas manos alejándose. Los trabajadores sociales comenzaron a entender: había perdido a sus padres en un incendio. Había caminado solo durante semanas. Había dormido en túneles, comido de los contenedores. Y sí, se había salvado solo.
El caso llegó a oídos de una periodista local. Escribió una nota: “El niño sin nombre que aprendió a dibujar su historia”. La publicación se volvió viral. Empezaron a llegar cartas. Juguetes. Lápices. Una familia de Estambul —que también había perdido un hijo— viajó para conocerlo. Lo abrazaron como si lo conocieran de toda la vida.
Y algo cambió.
Un día, mientras los trabajadores discutían en la oficina, alguien tocó la puerta. Era Yunus. Solo. Con la misma voz que llevaba un año sin usar, dijo:
—Quiero irme con ellos.
Hoy, Yunus vive en una casa llena de libros y plantas. Va al colegio. Sigue dibujando. A veces habla poco. A veces mucho. Esra aún lo visita. Dice que tiene un don para escuchar el silencio. Y que ahora sí, cuando se le llama por su nombre, responde sin miedo.
Tenía unos siete años, quizá menos. No hablaba. No lloraba. Solo apretaba los labios y observaba con una desconfianza que cortaba el aire. Tenía una herida mal curada en el pie, los dedos de las manos sucios de hollín, y una mirada vieja, más vieja que cualquiera de los policías que intentaban averiguar su identidad.
Lo llevaron a un centro de acogida, uno de esos lugares que parecen más hospital que hogar. Lo bañaron, le ofrecieron ropa limpia, comida caliente, una cama. Él aceptó todo… sin decir una sola palabra.
Pasaron los días y nadie lo reclamó. No figuraba en ningún registro. No tenía papeles. No sabían si venía de Siria, del interior del país o de alguna red rota de trata. No sabían su idioma. Algunos pensaron que tenía retraso madurativo. Otros creyeron que había decidido callar por algo más profundo.
Una tarde, mientras el resto de los niños jugaba al balón, una niña de unos nueve años se le acercó. Se llamaba Esra. Llevaba dos años allí. Tenía una energía eléctrica y una dulzura desafiante. Se sentó junto a él, sin decir nada. Pasaron horas así. Al día siguiente, volvió. Y al otro. Hasta que una tarde, mientras caía una lluvia fina, ella le susurró algo al oído. Y él… sonrió.
Ese fue el primer milagro.
Esra decidió que él necesitaba un nombre. Como no lo decía, le propuso uno: Yunus. Como el profeta que fue tragado por la ballena, y que volvió a ver la luz. “Porque tú también saliste del vientre oscuro del mundo, ¿no?”, le dijo.
Desde ese día, “el niño del abrigo verde” pasó a ser Yunus.
No hablaba, pero escribía. Esra le prestó su cuaderno. Y él empezó a dibujar. Trenes. Bosques. Unos ojos enormes. Un fuego. Unas manos alejándose. Los trabajadores sociales comenzaron a entender: había perdido a sus padres en un incendio. Había caminado solo durante semanas. Había dormido en túneles, comido de los contenedores. Y sí, se había salvado solo.
El caso llegó a oídos de una periodista local. Escribió una nota: “El niño sin nombre que aprendió a dibujar su historia”. La publicación se volvió viral. Empezaron a llegar cartas. Juguetes. Lápices. Una familia de Estambul —que también había perdido un hijo— viajó para conocerlo. Lo abrazaron como si lo conocieran de toda la vida.
Y algo cambió.
Un día, mientras los trabajadores discutían en la oficina, alguien tocó la puerta. Era Yunus. Solo. Con la misma voz que llevaba un año sin usar, dijo:
—Quiero irme con ellos.
Hoy, Yunus vive en una casa llena de libros y plantas. Va al colegio. Sigue dibujando. A veces habla poco. A veces mucho. Esra aún lo visita. Dice que tiene un don para escuchar el silencio. Y que ahora sí, cuando se le llama por su nombre, responde sin miedo.