En una granja perdida entre lomas y charcos, vivía un burro llamado Gustavo. Era alto, gris, serio. De esos que mastican con lentitud y miran como si lo supieran todo. No rebuznaba nunca.
No corría. No se mezclaba. A Gustavo le decían “el filósofo de las patas largas”.
Aunque nadie sabía si pensaba tanto… o simplemente no tenía ganas de hablar. Un día, llegó un perro. Pequeño, blanco, orejas enormes…y con un disfraz de burro mal cosido.
— ¡Hola! —dijo, con una sonrisa tan ancha como su entusiasmo—. Me llamo Daddy. Y he venido a ser tu amigo. Gustavo lo miró sin parpadear.— ¿Y por qué estás vestido de burro?
—Para que no notes que soy diferente. El burro se acercó. Olió el gorrito con orejas postizas.
Y dijo, con voz grave:—Ya lo noté. Daddy bajó las orejas. Las suyas y las falsas.—Bueno… igual quería intentarlo. Pasaron los días. Y aunque Gustavo no era muy hablador, empezó a tolerar al perro. Lo veía correr tras mariposas, perderse entre gallinas, y ladrar a su propia sombra. Un día, Daddy se subió a la cerca de madera y gritó:— ¡Gustavo, dime algo bonito! El burro se acercó. Lento. Serio. Y dijo:—Estás completamente loco. Daddy se puso serio por primera vez.
— ¿Eso es algo bonito?—Sí —respondió el burro—. Porque los cuerdos nunca hacen reír. Y ahí fue.
Por primera vez en muchos años…Gustavo rebuznó. Pero no como rebuznan todos. Fue una carcajada gutural, torpe, casi musical. Desde ese día, se los vio juntos. Al burro serio. Y al perro disfrazado. Y si alguien preguntaba por qué un perro querría ser burro, Daddy siempre decía:
—Porque los burros ven el mundo desde más alto. Y tienen orejas como radares de ternura.
Gustavo no respondía. Solo lo miraba como diciendo: “Qué tonto eres.”Pero ya no lo decía con fastidio. Sino con cariño. Ese verano, los dos fueron la atracción de la granja.
No por el disfraz. Ni por los rebuznos. Sino porque, en un mundo que te obliga a encajar,
ellos se celebraban tal como eran. O como querían parecer. Porque a veces, lo único que necesita alguien serio…es un payaso que le devuelva la risa.
No corría. No se mezclaba. A Gustavo le decían “el filósofo de las patas largas”.
Aunque nadie sabía si pensaba tanto… o simplemente no tenía ganas de hablar. Un día, llegó un perro. Pequeño, blanco, orejas enormes…y con un disfraz de burro mal cosido.
— ¡Hola! —dijo, con una sonrisa tan ancha como su entusiasmo—. Me llamo Daddy. Y he venido a ser tu amigo. Gustavo lo miró sin parpadear.— ¿Y por qué estás vestido de burro?
—Para que no notes que soy diferente. El burro se acercó. Olió el gorrito con orejas postizas.
Y dijo, con voz grave:—Ya lo noté. Daddy bajó las orejas. Las suyas y las falsas.—Bueno… igual quería intentarlo. Pasaron los días. Y aunque Gustavo no era muy hablador, empezó a tolerar al perro. Lo veía correr tras mariposas, perderse entre gallinas, y ladrar a su propia sombra. Un día, Daddy se subió a la cerca de madera y gritó:— ¡Gustavo, dime algo bonito! El burro se acercó. Lento. Serio. Y dijo:—Estás completamente loco. Daddy se puso serio por primera vez.
— ¿Eso es algo bonito?—Sí —respondió el burro—. Porque los cuerdos nunca hacen reír. Y ahí fue.
Por primera vez en muchos años…Gustavo rebuznó. Pero no como rebuznan todos. Fue una carcajada gutural, torpe, casi musical. Desde ese día, se los vio juntos. Al burro serio. Y al perro disfrazado. Y si alguien preguntaba por qué un perro querría ser burro, Daddy siempre decía:
—Porque los burros ven el mundo desde más alto. Y tienen orejas como radares de ternura.
Gustavo no respondía. Solo lo miraba como diciendo: “Qué tonto eres.”Pero ya no lo decía con fastidio. Sino con cariño. Ese verano, los dos fueron la atracción de la granja.
No por el disfraz. Ni por los rebuznos. Sino porque, en un mundo que te obliga a encajar,
ellos se celebraban tal como eran. O como querían parecer. Porque a veces, lo único que necesita alguien serio…es un payaso que le devuelva la risa.