“LO QUE CAMBIÓ MI VIDA… NO FUE EL DINERO”
Durante años, me dediqué a trabajar sin descanso. Campañas, reuniones, eventos, compromisos. Siempre peinada, sonriente, perfecta ante los ojos de los demás. Me acostumbré a que me vieran así: como una mujer exitosa. Dueña de su tiempo. De su mundo. De su imagen.
Pero no siempre fue así. Lo que pocos saben —o quieren saber— es que crecí viendo a mi madre planchar camisas que no eran para mi padre. Que supe desde niña lo que era callar, acomodarse, sobrevivir.
Yo me prometí ser otra cosa. Otra mujer.
Y lo logré. O eso creía.
A mis 50, tenía lo que se dice “todo resuelto”: casas, propiedades, reconocimiento. Pero un día cualquiera, algo se rompió. No fue un accidente, ni un escándalo. Fue una noche en la que, sin motivo, me senté en el borde de la cama y sentí que no quería estar en ningún sitio.
Había dejado de escucharme.
Comencé a caminar más. A mirar con atención lo que ignoraba. Vi a los vendedores ambulantes, a las mujeres que empujaban cochecitos con una mano y limpiaban lágrimas con la otra. Vi a hombres solos con perros viejos. A ancianos con bolsas de pan y la espalda encorvada.
Y me vi a mí.
Tan visible… y tan sola.
Vendí dos apartamentos. Regalé ropa, muebles, cuadros que no me decían nada. Me fui a vivir a un lugar más pequeño, donde entra más el sol que las visitas. Nadie lo entendió. Me dijeron que estaba loca. Que si todo eso no era para disfrutarlo, entonces ¿para qué tanto esfuerzo?
Pero yo había dejado de disfrutar. Me di cuenta de que nunca había aprendido a estar conmigo sin tener que demostrar nada.
Un día, conocí a un joven en un refugio de animales. Se llamaba Simón. Le faltaba una pierna y me dijo, sin drama, que la vida le había quitado más cosas que eso. Él cuidaba perros sin raza, sin futuro, sin “valor de adopción”. Me miró y me preguntó:
— ¿Y tú por qué estás aquí?
No supe qué contestar. Solo acaricié a uno de los perros y le dije:
—Porque estoy aprendiendo a mirar distinto.
Hoy no soy ejemplo de nada. No doy charlas, no vendo cursos, no salgo en portadas. Pero cada día cocino para mí, riego mis plantas, y escucho las historias de gente que antes no veía.
¿Sigo teniendo cosas? Claro. Pero ahora tienen un propósito. No están para impresionar. Están para compartir.
A veces, mis antiguos conocidos me escriben con nostalgia, diciendo que “extrañan a la de antes”.
Yo también la extraño.
Pero no quiero volver a ser ella.
Durante años, me dediqué a trabajar sin descanso. Campañas, reuniones, eventos, compromisos. Siempre peinada, sonriente, perfecta ante los ojos de los demás. Me acostumbré a que me vieran así: como una mujer exitosa. Dueña de su tiempo. De su mundo. De su imagen.
Pero no siempre fue así. Lo que pocos saben —o quieren saber— es que crecí viendo a mi madre planchar camisas que no eran para mi padre. Que supe desde niña lo que era callar, acomodarse, sobrevivir.
Yo me prometí ser otra cosa. Otra mujer.
Y lo logré. O eso creía.
A mis 50, tenía lo que se dice “todo resuelto”: casas, propiedades, reconocimiento. Pero un día cualquiera, algo se rompió. No fue un accidente, ni un escándalo. Fue una noche en la que, sin motivo, me senté en el borde de la cama y sentí que no quería estar en ningún sitio.
Había dejado de escucharme.
Comencé a caminar más. A mirar con atención lo que ignoraba. Vi a los vendedores ambulantes, a las mujeres que empujaban cochecitos con una mano y limpiaban lágrimas con la otra. Vi a hombres solos con perros viejos. A ancianos con bolsas de pan y la espalda encorvada.
Y me vi a mí.
Tan visible… y tan sola.
Vendí dos apartamentos. Regalé ropa, muebles, cuadros que no me decían nada. Me fui a vivir a un lugar más pequeño, donde entra más el sol que las visitas. Nadie lo entendió. Me dijeron que estaba loca. Que si todo eso no era para disfrutarlo, entonces ¿para qué tanto esfuerzo?
Pero yo había dejado de disfrutar. Me di cuenta de que nunca había aprendido a estar conmigo sin tener que demostrar nada.
Un día, conocí a un joven en un refugio de animales. Se llamaba Simón. Le faltaba una pierna y me dijo, sin drama, que la vida le había quitado más cosas que eso. Él cuidaba perros sin raza, sin futuro, sin “valor de adopción”. Me miró y me preguntó:
— ¿Y tú por qué estás aquí?
No supe qué contestar. Solo acaricié a uno de los perros y le dije:
—Porque estoy aprendiendo a mirar distinto.
Hoy no soy ejemplo de nada. No doy charlas, no vendo cursos, no salgo en portadas. Pero cada día cocino para mí, riego mis plantas, y escucho las historias de gente que antes no veía.
¿Sigo teniendo cosas? Claro. Pero ahora tienen un propósito. No están para impresionar. Están para compartir.
A veces, mis antiguos conocidos me escriben con nostalgia, diciendo que “extrañan a la de antes”.
Yo también la extraño.
Pero no quiero volver a ser ella.