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PEDRO MARTINEZ: En un pequeño pueblo de Finlandia, donde los lagos...

En un pequeño pueblo de Finlandia, donde los lagos se congelan en otoño y el sol apenas asoma en invierno, había un pato distinto a todos. Lo llamaban Ilmo, y no pertenecía a ningún estanque. Aparecía y desaparecía. Volaba solo. Siempre solo.
Pero no era un pato salvaje cualquiera. No cazaba, no huía, y —según los lugareños— solo aparecía cuando alguien estaba triste.
La primera vez que lo vieron fue en la ventana de la enfermería del colegio. Un niño acababa de perder a su abuelo. Mientras la enfermera intentaba consolarlo, Ilmo aterrizó en el alféizar, miró al niño… y no se movió durante horas.
Después, lo vieron en una estación de tren. Una mujer lloraba en silencio tras despedir a su hijo, que partía al servicio militar. El pato caminó hacia ella, se sentó a su lado, y no se fue hasta que ella le habló.
—Gracias, no sabía que necesitaba compañía hasta ahora —le susurró.
Las historias comenzaron a circular. Algunos decían que era el alma de un anciano que no había querido marcharse. Otros, que era un ángel disfrazado. Pero nadie podía atraparlo, ni alimentarlo, ni predecirlo.
Simplemente, aparecía donde alguien estaba a punto de romperse.
Una tarde, la historia llegó a Saara, una bibliotecaria mayor que vivía sola desde hacía años. Su perro había muerto hacía poco, y con él, también se había apagado su risa. No lo dijo. Nadie lo supo. Pero lloraba cada noche, sin hacer ruido, con una taza de té que ya no sabía igual.
Un domingo de nieve, mientras barría la entrada de la biblioteca vacía, Saara vio algo moverse entre los bancos del parque.
Era Ilmo.
Se acercó. No voló. La miró. Ella se sentó en la nieve, sin miedo.
— ¿A ti también te dolió irte? —le preguntó, como si hablara con alguien que entendiera todo sin decir nada.
El pato inclinó la cabeza. Luego, puso su cuello sobre las piernas de la mujer.
Lloró. Rió. Y volvió a llorar.
Desde ese día, Ilmo se convirtió en una leyenda local. No porque fuera un prodigio. Sino porque recordaba a todos que el dolor también merece compañía, aunque sea por parte de un pato silencioso.
Hoy, en la plaza del pueblo, hay una pequeña estatua con su figura. Y una placa que dice:
“Vuela hacia donde duele. Quédate hasta que sane.”