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PEDRO MARTINEZ: Cuando el joven Naivo cumplió 12 años, su abuelo lo...

Cuando el joven Naivo cumplió 12 años, su abuelo lo llevó por primera vez a la reserva de Ifaty, al norte de Tulear. Allí, entre la tierra seca y el sol despiadado, lo esperaba algo más que un árbol: lo esperaba una leyenda.
— ¿Ves ese tronco? —le dijo el anciano, señalando un coloso de corteza plateada y ramas torcidas como dedos del cielo—. Ese es el corazón de nuestra tierra. Le llamamos Finoana, que significa “fe”.
El niño lo miró en silencio. Tenía la forma de una botella gigante, y su sombra era fresca como el abrazo de una madre.
— ¿Cuántos años tiene? —preguntó Naivo.
—Más de mil, quizás. Ha visto pasar reyes, ciclones, guerras y sequías. Ha sobrevivido a todo, y sigue en pie.
Naivo se acercó y tocó la corteza. Era rugosa, áspera y suave a la vez. Una mujer mayor, con pañuelo rojo, le dijo:
—Cuando era niña, veníamos a este árbol a contarle nuestros sueños. Se dice que guarda cada uno en su vientre lleno de agua.
— ¿De verdad puede guardar agua? —insistió el niño, incrédulo.
—Miles de litros —respondió su abuelo—. En la estación seca, cuando todo arde, este árbol no se marchita. Resiste. Por eso lo veneramos.
Pasaron los años. Naivo creció. Se fue a la ciudad. Estudió. Se olvidó un poco del polvo, del baobab y de las historias que lo habían criado. Hasta que un día, cansado del ruido y del cemento, decidió volver.
Al llegar a la aldea, el viento le trajo el canto de los niños, las risas de su infancia, y un silencio profundo que reconoció como hogar. Caminó hacia Ifaty. Buscó Finoana.
Y ahí estaba. Más viejo. Más sabio. Más inmenso.
—Hola, viejo amigo —susurró, apoyando la frente en el tronco—. No sé si te acuerdas de mí. Yo sí de ti. Y vengo… vacío.
Aquel día no hubo respuesta. Solo el crujido de las hojas y el rumor del viento. Pero algo dentro de Naivo se reordenó. Como si el árbol, sin hablar, le hubiera recordado quién era.
—Te necesitamos —dijo entonces—. Nos estamos secando por dentro. No como tierra, sino como gente.
Desde entonces, Naivo organiza visitas al árbol. Lleva niños, abuelos, turistas, científicos. Pero sobre todo, lleva historias. Cada uno le cuenta algo al baobab: un deseo, una herida, un agradecimiento.
Él, simplemente, escucha.
Y cuando alguien le pregunta si de verdad cree que ese árbol es mágico, Naivo responde con una sonrisa:
—No sé si es mágico. Pero ha estado aquí más tiempo que cualquier humano. Y sigue de pie. Eso, para mí, ya es un milagro.
Los baobabs de Madagascar no solo son árboles: son testigos. Guardan agua cuando todo se seca. Guardan palabras cuando nadie escucha. Y guardan fe, cuando todo parece perdido.
Tal vez por eso, se les llama también “el árbol de la vida”.