Abuela… se rompió.
La niña sostenía entre sus manos la pequeña taza de porcelana que solía usar para jugar al té con su abuela. El asa colgaba como una lágrima a punto de caer. Tenía los ojos rojos y el labio tembloroso.
La abuela la miró desde el sillón, dejó el ovillo de lana a un lado, y con una calma infinita, le dijo:
—Déjala que se rompa, mi amor.
— ¿Cómo…? ¡Pero era tuya! ¡Te la regaló mamá cuando era niña!
La abuela sonrió.
—Y eso la hizo especial, sí. Pero no por ser perfecta. La hizo especial porque la compartí contigo. Ahora que está rota… también es parte de nuestra historia.
La niña bajó la vista. El silencio se coló entre ambas, hasta que la abuela volvió a hablar.
— ¿Sabes qué aprendí con los años? Que uno no debe luchar por mantener todo unido. A veces, soltar lo que se rompe también es un acto de amor.
— ¿Y no duele?
—Claro que duele —respondió mientras la abrazaba—. Pero hay dolores que abren espacio. Cuando las cosas se caen, también aparece el suelo. Cuando las personas se van, hay más sitio para respirar. Cuando ya no fuerzas lo que no debe ser, empiezas a vivir de verdad.
La niña apretó la taza entre los dedos.
— ¿Entonces no estás enojada?
— ¿Por una taza? Mi cielo… He perdido personas, recuerdos, promesas… y aún así aquí estoy. ¿Cómo voy a enojarme por algo que simplemente cumplió su tiempo?
—Pero… ¿y si nada vuelve a ser igual?
La abuela acarició su cabello y susurró:
—Nada vuelve a ser igual, y eso está bien. Porque la vida no se trata de conservar, sino de continuar. No tengas miedo de dejar que todo se caiga. A veces, los derrumbes son solo el comienzo de una nueva forma de construir.
— ¿Aunque no sepa qué viene después?
—Especialmente entonces.
La niña la miró. En sus ojos brillaban las lágrimas que no cayeron. Con cuidado, dejó la taza sobre la mesa y respiró profundo.
—Tal vez podríamos usar las piezas para hacer algo nuevo —dijo.
—Eso es —sonrió la abuela—. Lo roto no es el final. Es el principio de otra forma.
Y mientras las dos recogían los fragmentos del pequeño desastre, una certeza silenciosa se instalaba entre ellas: que todo lo que se va deja un espacio. Y que ese espacio, algún día, se llenará de algo distinto. No igual. Pero igual de hermoso.
Porque lo que debe quedarse, permanece.
Y lo que se va, deja sitio para lo que realmente tiene que llegar.
La niña sostenía entre sus manos la pequeña taza de porcelana que solía usar para jugar al té con su abuela. El asa colgaba como una lágrima a punto de caer. Tenía los ojos rojos y el labio tembloroso.
La abuela la miró desde el sillón, dejó el ovillo de lana a un lado, y con una calma infinita, le dijo:
—Déjala que se rompa, mi amor.
— ¿Cómo…? ¡Pero era tuya! ¡Te la regaló mamá cuando era niña!
La abuela sonrió.
—Y eso la hizo especial, sí. Pero no por ser perfecta. La hizo especial porque la compartí contigo. Ahora que está rota… también es parte de nuestra historia.
La niña bajó la vista. El silencio se coló entre ambas, hasta que la abuela volvió a hablar.
— ¿Sabes qué aprendí con los años? Que uno no debe luchar por mantener todo unido. A veces, soltar lo que se rompe también es un acto de amor.
— ¿Y no duele?
—Claro que duele —respondió mientras la abrazaba—. Pero hay dolores que abren espacio. Cuando las cosas se caen, también aparece el suelo. Cuando las personas se van, hay más sitio para respirar. Cuando ya no fuerzas lo que no debe ser, empiezas a vivir de verdad.
La niña apretó la taza entre los dedos.
— ¿Entonces no estás enojada?
— ¿Por una taza? Mi cielo… He perdido personas, recuerdos, promesas… y aún así aquí estoy. ¿Cómo voy a enojarme por algo que simplemente cumplió su tiempo?
—Pero… ¿y si nada vuelve a ser igual?
La abuela acarició su cabello y susurró:
—Nada vuelve a ser igual, y eso está bien. Porque la vida no se trata de conservar, sino de continuar. No tengas miedo de dejar que todo se caiga. A veces, los derrumbes son solo el comienzo de una nueva forma de construir.
— ¿Aunque no sepa qué viene después?
—Especialmente entonces.
La niña la miró. En sus ojos brillaban las lágrimas que no cayeron. Con cuidado, dejó la taza sobre la mesa y respiró profundo.
—Tal vez podríamos usar las piezas para hacer algo nuevo —dijo.
—Eso es —sonrió la abuela—. Lo roto no es el final. Es el principio de otra forma.
Y mientras las dos recogían los fragmentos del pequeño desastre, una certeza silenciosa se instalaba entre ellas: que todo lo que se va deja un espacio. Y que ese espacio, algún día, se llenará de algo distinto. No igual. Pero igual de hermoso.
Porque lo que debe quedarse, permanece.
Y lo que se va, deja sitio para lo que realmente tiene que llegar.