Canadá, 2021.
Anne Delacroix vivía con su esposo, Marcel, en una cabaña de madera al borde del bosque Laurentian. Durante más de 40 años, compartieron vida, silencios y rituales sencillos: leer en la mecedora, escuchar jazz suave… y mirar cada tarde por la ventana el paso de los animales.
Uno de ellos, un ciervo de cornamenta blanca, solía asomar entre los árboles. Marcel decía en broma:
—Ese viene a comprobar si todavía soy digno de ti.
Pero en febrero, Marcel enfermó.
Y en marzo… murió.
Anne quedó sola. Demasiado sola.
No salía. No comía bien. La casa, antes cálida, se volvió un eco.
Hasta que una tarde, mientras lloraba sentada en la escalera del porche, lo vio.
El ciervo.
Estaba a menos de cinco metros. Quieto. Mirándola.
No comía. No huía. Solo la miraba.
Y al día siguiente, volvió.
Y al otro.
Y al siguiente.
Siempre al atardecer. Siempre en silencio.
Como si dijera: “Estoy aquí. No estás sola.”
Durante más de tres meses, el ciervo apareció casi cada tarde.
Una vez, Anne se atrevió a hablarle:
—Si puedes escucharme… dile a Marcel que aún lo necesito.
El ciervo ladeó la cabeza. Bajó la mirada. Y se fue.
Nadie supo explicar su comportamiento. No era normal en un animal salvaje. No buscaba comida. No mostraba miedo.
Solo presencia.
Con el tiempo, Anne empezó a sanar. Salía más. Escribía. Recibía visitas. Pero cada tarde, cuando el sol bajaba, esperaba en silencio al borde del bosque.
Hasta que, un día, el ciervo ya no volvió.
No fue un dolor. Fue un cierre.
Hoy, en el porche donde Anne lo vio tantas veces, hay una pequeña placa de madera tallada con una frase de su puño:
“No sé si eras él…
o solo su mensajero.
Pero gracias…
por no dejarme sola en mi despedida.
Anne Delacroix vivía con su esposo, Marcel, en una cabaña de madera al borde del bosque Laurentian. Durante más de 40 años, compartieron vida, silencios y rituales sencillos: leer en la mecedora, escuchar jazz suave… y mirar cada tarde por la ventana el paso de los animales.
Uno de ellos, un ciervo de cornamenta blanca, solía asomar entre los árboles. Marcel decía en broma:
—Ese viene a comprobar si todavía soy digno de ti.
Pero en febrero, Marcel enfermó.
Y en marzo… murió.
Anne quedó sola. Demasiado sola.
No salía. No comía bien. La casa, antes cálida, se volvió un eco.
Hasta que una tarde, mientras lloraba sentada en la escalera del porche, lo vio.
El ciervo.
Estaba a menos de cinco metros. Quieto. Mirándola.
No comía. No huía. Solo la miraba.
Y al día siguiente, volvió.
Y al otro.
Y al siguiente.
Siempre al atardecer. Siempre en silencio.
Como si dijera: “Estoy aquí. No estás sola.”
Durante más de tres meses, el ciervo apareció casi cada tarde.
Una vez, Anne se atrevió a hablarle:
—Si puedes escucharme… dile a Marcel que aún lo necesito.
El ciervo ladeó la cabeza. Bajó la mirada. Y se fue.
Nadie supo explicar su comportamiento. No era normal en un animal salvaje. No buscaba comida. No mostraba miedo.
Solo presencia.
Con el tiempo, Anne empezó a sanar. Salía más. Escribía. Recibía visitas. Pero cada tarde, cuando el sol bajaba, esperaba en silencio al borde del bosque.
Hasta que, un día, el ciervo ya no volvió.
No fue un dolor. Fue un cierre.
Hoy, en el porche donde Anne lo vio tantas veces, hay una pequeña placa de madera tallada con una frase de su puño:
“No sé si eras él…
o solo su mensajero.
Pero gracias…
por no dejarme sola en mi despedida.