Compramos energía a futuro

PEDRO MARTINEZ: Irene llegó al asilo, llevaba solo una maleta y un...

Irene llegó al asilo, llevaba solo una maleta y un par de zapatillas rojas tan desgastadas que parecía que habían corrido un maratón entero por su cuenta. No hablaba mucho. Observaba, leía, y salía cada tarde al jardín a sentarse bajo el mismo árbol, como si esperara algo.
— ¿Por qué siempre te sientas ahí? —le preguntó Martín, otro residente, con la voz ronca por los años.
—Iban a plantar otro árbol, pero al final dejaron este. Me recuerda que, a veces, sobrevivir también es un acto de rebeldía.
Martín se rió. Se convirtió en su compañero de silencios.
Con el paso de los días, las enfermeras comenzaron a notar algo peculiar en Irene: cada semana, sin falta, lustraba sus zapatillas con esmero, aunque ya no tenían brillo que recuperar.
— ¿No sería mejor comprarte unas nuevas? —le dijo Clara, una auxiliar joven.
—Estas no son solo zapatillas —respondió Irene, sin apartar la vista de sus manos—. Son mi historia.
Clara sonrió, sin entender del todo.
Una tarde de domingo, Martín encontró a Irene en la sala común, mirando una foto vieja.
— ¿Ese es tu esposo? —preguntó él.
—Mi hijo. Se llama Damián. Hace veinte años que no lo veo.
— ¿Y por qué?
—No aprobó que yo me enamorara de una mujer. Dijo que lo avergonzaba.
Martín bajó la cabeza.
—Irene… lo siento.
—No te disculpes tú. Él tampoco lo hizo.
Martín se quedó en silencio un momento, y luego, con un gesto torpe pero honesto, puso su mano sobre la suya.
—A veces no es que la gente no nos quiera… es que no sabe cómo.
Esa noche, Clara encontró a Irene escribiendo una carta.
— ¿Vas a enviarla?
—No. Ya la envié muchas veces. Solo la escribo para no olvidar lo que aún siento.
Al día siguiente, una visita inesperada sacudió el lugar.
— ¿Irene Rivas? —preguntó una voz masculina en recepción.
Ella bajó lentamente las escaleras. Lo vio. Tenía canas, la misma nariz, y los ojos menos duros que los que recordaba.
—Hola, mamá.
Irene no dijo nada. Lo observó, como si lo estuviera reconstruyendo pieza por pieza en su memoria.
—He tardado mucho —dijo él—. Pero aún estás aquí. Y yo también.
Ella no lloró. Solo extendió los brazos y lo abrazó como si ese gesto fuera la respuesta a todos los años perdidos.
Horas después, Clara encontró a Irene en su cuarto, sentada frente a sus zapatillas.
— ¿Hoy también las vas a lustrar?
—No —respondió ella, acariciando el cuero desgastado—. Hoy ya cumplieron su misión.
— ¿Cuál era?
—Caminar hasta que alguien volviera.
Porque a veces, los pasos que damos con más dolor… son los que nos llevan de vuelta a casa.