En un monasterio de Nikkō vivía un joven llamado Daichi. Era inquieto y curioso. Cada vez que alguien hacía una pregunta, él quería responder. Si un novicio dudaba en el estudio de los sutras, Daichi hablaba primero. Si el maestro planteaba un enigma, él levantaba la mano antes de que los demás pudieran reflexionar.
Su intención no era mala, pero poco a poco sus compañeros empezaron a alejarse de él. Algunos lo evitaban, otros lo miraban con fastidio.
Un día, el maestro Hōrin lo llamó al jardín. Allí crecían altos bambúes que se mecían suavemente con el viento. El maestro guardó silencio durante varios minutos. Daichi, incómodo, finalmente dijo:
— ¿Por qué no habla, maestro?
Hōrin sonrió.
— ¿Oíste el bambú?
—No dijo nada —respondió el joven.
—Exacto —dijo el maestro—. Y aun así te enseñó más que mis palabras.
Daichi frunció el ceño.
—No entiendo.
El maestro entonces lo llevó al río. El agua corría clara entre las piedras. Hōrin señaló el cauce.
— ¿Qué escuchas?
—El agua, maestro.
— ¿Y acaso el agua habla?
—No, pero fluye.
—Así también es el silencio: no necesita voz para enseñar.
Durante semanas, Daichi practicó quedarse en silencio. Al principio era insoportable. Su mente gritaba respuestas, explicaciones, teorías. Pero con el tiempo, comenzó a notar algo nuevo: los gestos de sus compañeros, los matices del viento, el canto lejano de un pájaro.
Un día, un novicio se le acercó con un problema en su tarea. Daichi estuvo a punto de dar una respuesta rápida, pero se detuvo. Se quedó callado, acompañando al joven con su presencia. Al cabo de un rato, el novicio suspiró y dijo:
—Gracias, hermano. Tu silencio me ayudó a encontrar la respuesta yo mismo.
En ese momento, Daichi comprendió la enseñanza.
Desde entonces, no abandonó las palabras, pero las usaba con cuidado. Sabía que una palabra en el momento justo podía ser medicina, y otra en exceso podía ser ruido.
Un día, el maestro Hōrin le preguntó:
— ¿Qué has aprendido del silencio?
Daichi se inclinó y respondió:
—Que no es vacío. Es espacio. En él caben todas las cosas que antes pasaba por alto.
El maestro sonrió satisfecho.
—Cuando la boca calla, el corazón habla. Esa es la verdad del silencio.
Con los años, Daichi fue recordado no por ser el primero en hablar, sino por la calma que transmitía sin necesidad de palabras. Y en el templo quedó grabada su enseñanza:
“El silencio no es ausencia. Es presencia pura.”
Su intención no era mala, pero poco a poco sus compañeros empezaron a alejarse de él. Algunos lo evitaban, otros lo miraban con fastidio.
Un día, el maestro Hōrin lo llamó al jardín. Allí crecían altos bambúes que se mecían suavemente con el viento. El maestro guardó silencio durante varios minutos. Daichi, incómodo, finalmente dijo:
— ¿Por qué no habla, maestro?
Hōrin sonrió.
— ¿Oíste el bambú?
—No dijo nada —respondió el joven.
—Exacto —dijo el maestro—. Y aun así te enseñó más que mis palabras.
Daichi frunció el ceño.
—No entiendo.
El maestro entonces lo llevó al río. El agua corría clara entre las piedras. Hōrin señaló el cauce.
— ¿Qué escuchas?
—El agua, maestro.
— ¿Y acaso el agua habla?
—No, pero fluye.
—Así también es el silencio: no necesita voz para enseñar.
Durante semanas, Daichi practicó quedarse en silencio. Al principio era insoportable. Su mente gritaba respuestas, explicaciones, teorías. Pero con el tiempo, comenzó a notar algo nuevo: los gestos de sus compañeros, los matices del viento, el canto lejano de un pájaro.
Un día, un novicio se le acercó con un problema en su tarea. Daichi estuvo a punto de dar una respuesta rápida, pero se detuvo. Se quedó callado, acompañando al joven con su presencia. Al cabo de un rato, el novicio suspiró y dijo:
—Gracias, hermano. Tu silencio me ayudó a encontrar la respuesta yo mismo.
En ese momento, Daichi comprendió la enseñanza.
Desde entonces, no abandonó las palabras, pero las usaba con cuidado. Sabía que una palabra en el momento justo podía ser medicina, y otra en exceso podía ser ruido.
Un día, el maestro Hōrin le preguntó:
— ¿Qué has aprendido del silencio?
Daichi se inclinó y respondió:
—Que no es vacío. Es espacio. En él caben todas las cosas que antes pasaba por alto.
El maestro sonrió satisfecho.
—Cuando la boca calla, el corazón habla. Esa es la verdad del silencio.
Con los años, Daichi fue recordado no por ser el primero en hablar, sino por la calma que transmitía sin necesidad de palabras. Y en el templo quedó grabada su enseñanza:
“El silencio no es ausencia. Es presencia pura.”