EL ZAPATERO QUE ESCUCHABA LOS PASOS
En un barrio antiguo de Valparaíso, donde las calles suben y bajan como si respiraran, existía un local diminuto, escondido entre una lavandería y una tienda de empanadas. El cartel, oxidado y torcido, decía: “Don Silvio — Reparación de Calzado”. Pero en el barrio todos lo conocían como “el zapatero que escuchaba”.
Don Silvio tenía 71 años, una barba blanca como espuma de mar y una manera de mirar que parecía atravesar el cuero de los zapatos hasta llegar a la historia de quien los usaba.
— ¿Y este zapato por dónde ha caminado? —preguntaba siempre, mientras lo sostenía como si fuera una joya.
Los clientes reían, pensaban que era parte del personaje. Pero no sabían que Silvio, desde que su esposa murió, había desarrollado una forma curiosa de sentirse menos solo: hablaba con los pasos.
Decía que cada suela tenía un eco. Que los raspones contaban tropiezos. Que las grietas hablaban de caminos difíciles. Y que si uno escuchaba con atención, los zapatos revelaban secretos que ni el dueño recordaba.
Una tarde llegó Camila, una joven que acababa de mudarse al barrio. Entró con unos botines rotos, el alma hecha trizas y la mirada perdida.
—Se me rompieron esta mañana… y no tengo para comprar otros.
Silvio los tomó con delicadeza.
—No están rotos. Solo están cansados de cargar silencios.
Camila lo miró, sorprendida.
— ¿Perdón?
—Tus pasos gritan, muchacha. Pero tú no los estás escuchando.
Ella bajó la mirada. No dijo nada. Dejó los botines y prometió volver en unos días.
Durante ese tiempo, Silvio los arregló con más cuidado del habitual. Cosió las suelas como quien cose una herida. Y mientras lo hacía, hablaba en voz baja con los zapatos.
— ¿Qué le pasa a tu dueña? ¿A quién perdió? ¿Qué dejó atrás?
Cuando Camila volvió, encontró sus botines como nuevos. Y dentro de uno, una nota escrita con letra temblorosa:
“Caminar con dolor también es caminar. Pero no olvides mirar el cielo de vez en cuando.”
Ella lo leyó sin contener las lágrimas.
— ¿Quién escribió esto?
—Tú. Solo que no lo habías escuchado todavía.
Desde ese día, Camila volvió cada semana. A veces con zapatos, otras solo con preguntas. Silvio no daba respuestas. Solo historias.
Le contaba del marinero que reparaba sus botas cada vez que regresaba de alta mar. De la maestra que tenía un hueco en el tacón por bailar sola en casa después de corregir exámenes. De su esposa, Julia, que siempre usaba los mismos zapatos rojos, y decía que con ellos sentía que el mundo no podía pisarla.
Con el tiempo, Camila encontró fuerza para seguir. Consiguió un nuevo trabajo. Empezó a reír de nuevo. Pero no dejó de visitar el local.
Una mañana, llegó con un par de zapatos infantiles en la mano. Los había comprado de segunda mano. Dañados, despegados.
— ¿Crees que puedas salvarlos?
Silvio los examinó con cuidado. Sonrió.
—Claro que sí. Estos… quieren volver a correr.
—Son para mi hijo. Nacerá en tres meses.
Don Silvio no respondió. Solo cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, escuchó un paso que aún no había tocado el suelo.
Y supo, en silencio, que algunos caminos no se caminan con los pies, sino con el corazón que aún cree en volver a empezar.
En un barrio antiguo de Valparaíso, donde las calles suben y bajan como si respiraran, existía un local diminuto, escondido entre una lavandería y una tienda de empanadas. El cartel, oxidado y torcido, decía: “Don Silvio — Reparación de Calzado”. Pero en el barrio todos lo conocían como “el zapatero que escuchaba”.
Don Silvio tenía 71 años, una barba blanca como espuma de mar y una manera de mirar que parecía atravesar el cuero de los zapatos hasta llegar a la historia de quien los usaba.
— ¿Y este zapato por dónde ha caminado? —preguntaba siempre, mientras lo sostenía como si fuera una joya.
Los clientes reían, pensaban que era parte del personaje. Pero no sabían que Silvio, desde que su esposa murió, había desarrollado una forma curiosa de sentirse menos solo: hablaba con los pasos.
Decía que cada suela tenía un eco. Que los raspones contaban tropiezos. Que las grietas hablaban de caminos difíciles. Y que si uno escuchaba con atención, los zapatos revelaban secretos que ni el dueño recordaba.
Una tarde llegó Camila, una joven que acababa de mudarse al barrio. Entró con unos botines rotos, el alma hecha trizas y la mirada perdida.
—Se me rompieron esta mañana… y no tengo para comprar otros.
Silvio los tomó con delicadeza.
—No están rotos. Solo están cansados de cargar silencios.
Camila lo miró, sorprendida.
— ¿Perdón?
—Tus pasos gritan, muchacha. Pero tú no los estás escuchando.
Ella bajó la mirada. No dijo nada. Dejó los botines y prometió volver en unos días.
Durante ese tiempo, Silvio los arregló con más cuidado del habitual. Cosió las suelas como quien cose una herida. Y mientras lo hacía, hablaba en voz baja con los zapatos.
— ¿Qué le pasa a tu dueña? ¿A quién perdió? ¿Qué dejó atrás?
Cuando Camila volvió, encontró sus botines como nuevos. Y dentro de uno, una nota escrita con letra temblorosa:
“Caminar con dolor también es caminar. Pero no olvides mirar el cielo de vez en cuando.”
Ella lo leyó sin contener las lágrimas.
— ¿Quién escribió esto?
—Tú. Solo que no lo habías escuchado todavía.
Desde ese día, Camila volvió cada semana. A veces con zapatos, otras solo con preguntas. Silvio no daba respuestas. Solo historias.
Le contaba del marinero que reparaba sus botas cada vez que regresaba de alta mar. De la maestra que tenía un hueco en el tacón por bailar sola en casa después de corregir exámenes. De su esposa, Julia, que siempre usaba los mismos zapatos rojos, y decía que con ellos sentía que el mundo no podía pisarla.
Con el tiempo, Camila encontró fuerza para seguir. Consiguió un nuevo trabajo. Empezó a reír de nuevo. Pero no dejó de visitar el local.
Una mañana, llegó con un par de zapatos infantiles en la mano. Los había comprado de segunda mano. Dañados, despegados.
— ¿Crees que puedas salvarlos?
Silvio los examinó con cuidado. Sonrió.
—Claro que sí. Estos… quieren volver a correr.
—Son para mi hijo. Nacerá en tres meses.
Don Silvio no respondió. Solo cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, escuchó un paso que aún no había tocado el suelo.
Y supo, en silencio, que algunos caminos no se caminan con los pies, sino con el corazón que aún cree en volver a empezar.