EL RÍO QUE NO SE DEJA ATRAPAR
En el pueblo de Minato, el río era a la vez bendición y amenaza. Sus aguas regaban los campos, pero cada primavera, cuando la nieve de las montañas se derretía, el cauce crecía con furia y destruía los cultivos cercanos.
Un año, tras una crecida especialmente fuerte, los aldeanos se reunieron en la plaza. Estaban cansados de perderlo todo. Un campesino llamado Riku golpeó la mesa y dijo:
— ¡Construyamos muros más altos! ¡Encadenemos al río para que no vuelva a salirse!
Muchos aplaudieron la idea. Otros, temerosos, dudaban.
Invitaron al maestro zen del templo, llamado Shōun, para que diera su opinión. El anciano escuchó en silencio y luego respondió:
—Intentar dominar al río es como intentar atrapar el viento con las manos. Cuanto más fuerte aprietas, más se te escapa.
Riku se enfureció.
— ¿Entonces debemos quedarnos mirando mientras destruye nuestras cosechas? ¡Eso no es sabiduría, es resignación!
Shōun no respondió. Caminó hacia la orilla del río, seguido por la multitud. Tomó un puñado de agua y la dejó escurrir entre los dedos.
—Miren —dijo—. Si intento sujetarla, se me va. Pero si pongo este cuenco… —tomó uno de barro que llevaba consigo—, el agua se recoge sola.
Los aldeanos lo miraban sin entender.
—El control —explicó— es querer forzar al río a que sea como tú quieres. La cooperación es aprender a convivir con él tal como es.
Algunos empezaron a murmurar. Una anciana llamada Kiyomi intervino:
—Cuando era joven, mi padre construyó terrazas en la montaña para guiar el agua a los campos en lugar de detenerla. No luchó contra el río: lo invitó a trabajar con él.
El silencio se hizo. Poco a poco, la idea fue calando.
En los meses siguientes, en lugar de levantar muros cada vez más altos, la comunidad comenzó a construir canales, depósitos y terrazas que guiaban el agua. El río seguía creciendo cada primavera, pero en vez de arrasar, llenaba los estanques que luego regaban las tierras durante el verano.
Un día, Riku se acercó al maestro Shōun y le dijo:
—Tenía rabia porque quería que todo estuviera bajo mi control. Ahora entiendo que la vida nunca será como yo la imagine. Pero puedo aprender a moverme con ella, como un barco que navega en vez de querer detener el mar.
El anciano asintió.
—Eso es soltar: no abandonar, sino confiar en el flujo. El verdadero poder no está en dominar, sino en acompañar.
Con los años, el pueblo prosperó. Las cosechas crecieron, el río fue respetado como aliado, y la plaza del pueblo tuvo grabada en piedra una enseñanza sencilla:
“Quien quiere controlar, se ahoga. Quien aprende a soltar, flota.”
Y cada primavera, cuando el río rugía con fuerza, en vez de miedo, los aldeanos sentían gratitud. Porque sabían que el agua que antes destruía, ahora sostenía su vida.
En el pueblo de Minato, el río era a la vez bendición y amenaza. Sus aguas regaban los campos, pero cada primavera, cuando la nieve de las montañas se derretía, el cauce crecía con furia y destruía los cultivos cercanos.
Un año, tras una crecida especialmente fuerte, los aldeanos se reunieron en la plaza. Estaban cansados de perderlo todo. Un campesino llamado Riku golpeó la mesa y dijo:
— ¡Construyamos muros más altos! ¡Encadenemos al río para que no vuelva a salirse!
Muchos aplaudieron la idea. Otros, temerosos, dudaban.
Invitaron al maestro zen del templo, llamado Shōun, para que diera su opinión. El anciano escuchó en silencio y luego respondió:
—Intentar dominar al río es como intentar atrapar el viento con las manos. Cuanto más fuerte aprietas, más se te escapa.
Riku se enfureció.
— ¿Entonces debemos quedarnos mirando mientras destruye nuestras cosechas? ¡Eso no es sabiduría, es resignación!
Shōun no respondió. Caminó hacia la orilla del río, seguido por la multitud. Tomó un puñado de agua y la dejó escurrir entre los dedos.
—Miren —dijo—. Si intento sujetarla, se me va. Pero si pongo este cuenco… —tomó uno de barro que llevaba consigo—, el agua se recoge sola.
Los aldeanos lo miraban sin entender.
—El control —explicó— es querer forzar al río a que sea como tú quieres. La cooperación es aprender a convivir con él tal como es.
Algunos empezaron a murmurar. Una anciana llamada Kiyomi intervino:
—Cuando era joven, mi padre construyó terrazas en la montaña para guiar el agua a los campos en lugar de detenerla. No luchó contra el río: lo invitó a trabajar con él.
El silencio se hizo. Poco a poco, la idea fue calando.
En los meses siguientes, en lugar de levantar muros cada vez más altos, la comunidad comenzó a construir canales, depósitos y terrazas que guiaban el agua. El río seguía creciendo cada primavera, pero en vez de arrasar, llenaba los estanques que luego regaban las tierras durante el verano.
Un día, Riku se acercó al maestro Shōun y le dijo:
—Tenía rabia porque quería que todo estuviera bajo mi control. Ahora entiendo que la vida nunca será como yo la imagine. Pero puedo aprender a moverme con ella, como un barco que navega en vez de querer detener el mar.
El anciano asintió.
—Eso es soltar: no abandonar, sino confiar en el flujo. El verdadero poder no está en dominar, sino en acompañar.
Con los años, el pueblo prosperó. Las cosechas crecieron, el río fue respetado como aliado, y la plaza del pueblo tuvo grabada en piedra una enseñanza sencilla:
“Quien quiere controlar, se ahoga. Quien aprende a soltar, flota.”
Y cada primavera, cuando el río rugía con fuerza, en vez de miedo, los aldeanos sentían gratitud. Porque sabían que el agua que antes destruía, ahora sostenía su vida.