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PEDRO MARTINEZ: SEGUIRÉ SIENDO TU CABALLO...

SEGUIRÉ SIENDO TU CABALLO

La primera vez que Noah, de cinco años, se acercó al establo, no quiso bajarse del coche. Llevaba gorrito de lana hasta las cejas y el ceño fruncido. No hablaba mucho desde que su madre se había ido. Su padre lo miró desde el asiento del conductor, con ese gesto triste que tienen los hombres cuando no saben cómo ayudar.
—Solo mira un rato, hijo. Si no te gusta, nos vamos.
Desde el interior del corral, un caballo anciano observaba. Era un percherón de pelo grisáceo y mirada blanda. Se llamaba Hector, aunque ya nadie lo montaba. Había trabajado toda su vida tirando de carros de leña, llevando turistas por los campos… Ahora solo comía despacio y rumiaba en silencio, como si recordara cosas.
Pero esa mañana, cuando Noah lo miró desde lejos, Hector se acercó. No galopó. Caminó con dignidad. Se detuvo junto a la valla y bajó un poco la cabeza.
— ¿Qué hace? —preguntó el niño en voz baja.
—Te está saludando —respondió su padre.
Noah bajó del coche.
Durante semanas, fue igual. El niño llegaba, se sentaba junto a la cerca con una manzana o un trozo de pan, y hablaba en susurros. Al principio parecía que hablaba consigo mismo. Luego, quedó claro: le hablaba a Hector.
—Hoy lloré en clase… pero no lo dije.
—Mi papá se pone triste a veces. Yo también.
—Ojalá te pudiera llevar a casa, ¿sabes?
El caballo no respondía. Pero cada vez que el niño hablaba, movía las orejas y soltaba un suspiro largo, como si entendiera todo.
Un día, Noah se atrevió a entrar.
— ¿Puedo subir? —preguntó.
Hector se agachó sin que nadie lo tocara.
Lo montó. Solo un minuto. Pero desde entonces, volvía todos los sábados. Lo cepillaba con cuidado. Le llevaba galletas hechas por él mismo (aunque siempre se le rompían en el bolsillo). Y una vez, mientras lo acariciaba, le susurró:
—Si tú no te rindes, yo tampoco.
Hector vivió dos inviernos más. Dos veranos llenos de paseos lentos, secretos compartidos, abrazos largos. Y cuando llegó el otoño de su partida, ya no caminaba igual.
El veterinario fue claro.
—No sufre, pero está cansado. Lo mejor es dejarlo descansar en paz.
Noah, que ahora tenía ocho años, asintió. Se acercó al oído del caballo por última vez y le dijo:
—Gracias. Por escucharme. Por quedarte. Por enseñarme a hablar otra vez.
Hector cerró los ojos. Y se fue.
Pero esa noche, el niño tuvo un sueño. Estaba en un prado inmenso, lleno de flores. Y Hector corría. Corría como nunca lo había visto correr. Joven, fuerte, alegre.
Cuando despertó, no lloró.
Solo sonrió y dijo:
—Sigue corriendo, amigo. Yo te alcanzaré algún día.