LA MUJER DEL UNIFORME AZUL
Cada mañana, Clara empujaba un carrito de limpieza por los pasillos de un hospital privado. Su uniforme azul estaba impecable, su moño bien hecho y su sonrisa lista, aunque por dentro estuviera rota.
—Buenos días, doña Clara —decía siempre el guardia.
—Buenos días, mi amor —respondía ella con voz dulce, aunque hubiera llorado horas antes por no saber si llegaría a fin de mes.
A Clara la conocían todos, pero nadie sabía realmente quién era.
Un día, mientras limpiaba la sala de pediatría, escuchó a un grupo de mujeres hablar en voz baja. Eran madres de niños internados.
— ¿Sabías que esa señora tiene cuatro hijos y ninguno del mismo padre?
—Dicen que el mayor dejó los estudios y que la hija pequeña anda con malas compañías…
—Pero mírala, tan digna, como si su vida fuera un ejemplo.
Clara fingió no escuchar. Siguió trapeando. Sonrió. Como siempre.
Esa noche, al volver a casa, abrazó a su hija pequeña y le dio la cena que había calentado tres veces ya. El hijo mayor no había vuelto. Clara suspiró.
— ¿Estás bien, mamá? —preguntó la niña.
—Claro que sí, mi amor. Mientras te tenga a ti, estoy bien.
Pero no lo estaba.
Una semana después, el director del hospital organizó una reunión con todos los empleados. Iban a entregar un reconocimiento especial.
—Este año queremos destacar a una persona que representa lo mejor de nosotros: esfuerzo, discreción, dignidad, humanidad.
Clara ni pensó que fuera por ella. Estaba en el fondo, con su trapeador.
—Clara González, por favor, acérquese.
Todos la miraron. Clara tembló.
El director le dio un sobre.
—Esta mujer no solo ha trabajado 14 años sin faltar un solo día, sino que ha sido madre, psicóloga, enfermera, consejera y amiga para quienes más lo necesitaban.
Hubo un aplauso tímido. Algunas caras se miraron entre sí, incómodas.
Clara tomó el micrófono, sin saber bien por qué.
—Perdonen si me tiembla la voz. No estoy acostumbrada a esto.
Silencio.
—Sé que algunos me miran con compasión. Otros con juicio. Y algunos ni me miran. Lo entiendo. Lo que no saben es que cada noche me he acostado con miedo. Miedo a fallar como madre. Miedo a no tener qué poner en la mesa. Pero también con orgullo… porque no robé, no mentí y no solté la mano de mis hijos. Aunque estuviera sola.
Alguien soltó un suspiro. Otra persona bajó la mirada.
—Sí, tengo cuatro hijos. Sí, con distintos padres. Ninguno fue un error. Cada uno me enseñó algo. Mi hija menor me recuerda por qué sigo adelante. Y mi hijo mayor, aunque hoy esté perdido, aún tiene mi amor. Porque yo no dejo de amar, aunque el mundo me deje de lado.
Clara devolvió el micrófono. No lloró. No tembló más.
Al salir, una de las mujeres que antes hablaba de ella se le acercó.
—Clara… perdón por juzgarte sin conocerte.
Clara la miró.
—Gracias por decirlo. Pero no me debes disculpas. Todos tenemos una historia. La mía… aún se está escribiendo.
Esa noche, su hijo mayor volvió. Hambriento, cansado, sin rumbo.
—Mamá… me equivoqué.
Ella lo abrazó.
—Todos lo hacemos. Pero aquí siempre vas a tener un plato caliente… y una madre que no se rinde.
Cada mañana, Clara empujaba un carrito de limpieza por los pasillos de un hospital privado. Su uniforme azul estaba impecable, su moño bien hecho y su sonrisa lista, aunque por dentro estuviera rota.
—Buenos días, doña Clara —decía siempre el guardia.
—Buenos días, mi amor —respondía ella con voz dulce, aunque hubiera llorado horas antes por no saber si llegaría a fin de mes.
A Clara la conocían todos, pero nadie sabía realmente quién era.
Un día, mientras limpiaba la sala de pediatría, escuchó a un grupo de mujeres hablar en voz baja. Eran madres de niños internados.
— ¿Sabías que esa señora tiene cuatro hijos y ninguno del mismo padre?
—Dicen que el mayor dejó los estudios y que la hija pequeña anda con malas compañías…
—Pero mírala, tan digna, como si su vida fuera un ejemplo.
Clara fingió no escuchar. Siguió trapeando. Sonrió. Como siempre.
Esa noche, al volver a casa, abrazó a su hija pequeña y le dio la cena que había calentado tres veces ya. El hijo mayor no había vuelto. Clara suspiró.
— ¿Estás bien, mamá? —preguntó la niña.
—Claro que sí, mi amor. Mientras te tenga a ti, estoy bien.
Pero no lo estaba.
Una semana después, el director del hospital organizó una reunión con todos los empleados. Iban a entregar un reconocimiento especial.
—Este año queremos destacar a una persona que representa lo mejor de nosotros: esfuerzo, discreción, dignidad, humanidad.
Clara ni pensó que fuera por ella. Estaba en el fondo, con su trapeador.
—Clara González, por favor, acérquese.
Todos la miraron. Clara tembló.
El director le dio un sobre.
—Esta mujer no solo ha trabajado 14 años sin faltar un solo día, sino que ha sido madre, psicóloga, enfermera, consejera y amiga para quienes más lo necesitaban.
Hubo un aplauso tímido. Algunas caras se miraron entre sí, incómodas.
Clara tomó el micrófono, sin saber bien por qué.
—Perdonen si me tiembla la voz. No estoy acostumbrada a esto.
Silencio.
—Sé que algunos me miran con compasión. Otros con juicio. Y algunos ni me miran. Lo entiendo. Lo que no saben es que cada noche me he acostado con miedo. Miedo a fallar como madre. Miedo a no tener qué poner en la mesa. Pero también con orgullo… porque no robé, no mentí y no solté la mano de mis hijos. Aunque estuviera sola.
Alguien soltó un suspiro. Otra persona bajó la mirada.
—Sí, tengo cuatro hijos. Sí, con distintos padres. Ninguno fue un error. Cada uno me enseñó algo. Mi hija menor me recuerda por qué sigo adelante. Y mi hijo mayor, aunque hoy esté perdido, aún tiene mi amor. Porque yo no dejo de amar, aunque el mundo me deje de lado.
Clara devolvió el micrófono. No lloró. No tembló más.
Al salir, una de las mujeres que antes hablaba de ella se le acercó.
—Clara… perdón por juzgarte sin conocerte.
Clara la miró.
—Gracias por decirlo. Pero no me debes disculpas. Todos tenemos una historia. La mía… aún se está escribiendo.
Esa noche, su hijo mayor volvió. Hambriento, cansado, sin rumbo.
—Mamá… me equivoqué.
Ella lo abrazó.
—Todos lo hacemos. Pero aquí siempre vas a tener un plato caliente… y una madre que no se rinde.