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PEDRO MARTINEZ: La última vez que vi a mi hijo Andrés, llevaba un traje...

La última vez que vi a mi hijo Andrés, llevaba un traje de tres piezas y un reloj que costaba más que todo lo que yo había ganado en dos cosechas. No me abrazó. No me miró a los ojos. Solo me dejó esa frase que me atravesó como un cuchillo oxidado:
—Ya no somos tu familia.
No gritó. No hacía falta. Lo dijo con la calma cruel de quien cree que ya no te debe nada.
Todo empezó hace cuarenta años, en la comunidad de San Roque, en la sierra alta. Yo, Ramón Cárdenas, tenía veinte años y un sueño: que mis hijos vivieran una vida lejos del hambre y del barro. Con mis manos abrí surcos, sembré papa, cebada, maíz. Me levantaba antes que el sol y me acostaba después de que la última vela se apagaba. Mi esposa, Lucía, era la luz de la casa. Entre los dos levantamos tres hijos: Andrés, el mayor; Camila, la de en medio; y Tomás, el pequeño.
Lucía murió joven, y su ausencia fue una herida que nunca cerró. Me quedé con los tres, y me juré que ninguno de ellos se quedaría atrapado en la pobreza que a mí me ató las manos.
Para pagar la universidad de Andrés, vendí mis mejores tierras, aquellas donde mi padre me enseñó a sembrar. Para Camila, que quería ser arquitecta, hipotecamos la casa. Para Tomás, el más rebelde, que soñaba con ser chef, vendí hasta el último rebaño de ovejas que había criado desde niño.
Me quedé con un pequeño terreno seco, donde apenas crecía algo de cebolla y quinua. Sobreviví como pude. Al principio, ellos llamaban. Luego, solo escribían mensajes breves. Después, nada. El silencio se volvió mi único visitante.
Hace un año, el alcalde anunció que el gobierno compraría terrenos para un proyecto turístico. El mío, aquel pedazo olvidado y árido, estaba en medio del plan. Valía una fortuna. Con eso podría asegurarles una herencia que cambiaría sus vidas para siempre.
Los busqué. Viajé a la ciudad, con mi poncho viejo y un bolso lleno de papeles. Llegué al restaurante de Tomás, un lugar elegante con lámparas de cristal y mozos con guantes blancos. Me miró de arriba abajo, y apenas me reconoció.
—Papá… ¿qué haces aquí? —preguntó, incómodo.
Le conté de la oferta, de la tierra, de cómo con eso podrían vivir sin preocupaciones. Él sonrió sin calidez y me dijo que esperara. Llamó a sus hermanos. Al rato, llegaron Andrés y Camila, impecables, perfumados, con una frialdad que me hizo sentir extraño en mi propia sangre.
—Mira, papá —dijo Andrés, cruzando los brazos—. No queremos esa tierra. No nos interesa tu vida allá arriba.
—Nosotros ya tenemos lo que necesitamos —agregó Camila, mirando su teléfono.
—Vende lo que quieras, pero… —Tomás hizo una pausa y bajó la voz— ya no somos tu familia.
Me quedé helado. Nadie me echó físicamente, pero sus ojos me empujaron a la puerta.
De regreso, en el bus, miré mis manos agrietadas y pensé en todo lo que había sacrificado. La tierra no me había traicionado nunca. Ellos sí.
Semanas después, firmé la venta. Pagué todas mis deudas. Con lo que sobró, construí un albergue para niños huérfanos en San Roque y una biblioteca que lleva el nombre de Lucía, la única persona que me amó sin condiciones. Dejé todo bajo custodia de la comunidad.
Cuando muera, mis hijos recibirán una carta: “Su herencia fue devuelta al pueblo que me sostuvo cuando ustedes me dieron la espalda”.
Tal vez se enojen. Tal vez no entiendan. Pero no me importa. Yo ya entendí: la sangre te da un apellido, pero no un corazón.