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PEDRO MARTINEZ: EL TEJIDO DE DOÑA ALEJANDRA...

EL TEJIDO DE DOÑA ALEJANDRA

En lo alto de las montañas de Cusco, donde el aire es delgado y el cielo parece más cercano, vivía doña Alejandra, una mujer que había pasado toda su vida entre telares y colores. Sus manos, arrugadas y fuertes, guardaban la memoria de generaciones que habían tejido antes que ella.
Cuando era niña, su abuela le enseñó que cada hilo llevaba consigo un rezo. “El rojo es la sangre de la Pachamama, el verde la esperanza de las cosechas, el azul los sueños que vuelan al cielo”. Aquellas palabras se quedaron grabadas en su corazón.
La vida nunca fue fácil. Perdió a su esposo joven, y sus tres hijos emigraron a Lima buscando trabajo. Ella quedó sola, con su telar y sus alpacas. Muchos pensaron que con el tiempo dejaría de tejer, pero el tejido se convirtió en su manera de resistir.
Un día, una joven turista francesa llegó al pueblo. Vio a doña Alejandra trabajando con una paciencia casi sagrada y le compró una manta. “Esto no es solo un tejido”, le dijo la anciana con voz suave, “aquí está mi vida, mis rezos, y las montañas que me acompañan cada día”.
La turista compartió la historia en internet, y poco a poco, el mundo entero empezó a mirar hacia aquel pequeño pueblo olvidado. Llegaron pedidos de Alemania, Canadá, Japón. Alejandra, que nunca había usado un teléfono, aprendió con la ayuda de los jóvenes del pueblo a enviar fotos de sus obras.
Con el dinero que empezó a ganar, no pensó en ella. Compró libros para la escuela, medicinas para el centro de salud y organizó talleres para enseñar a otras mujeres a tejer. “Si el mundo quiere escuchar nuestras historias, que sean muchas voces, no solo la mía”, decía sonriendo.
El día que cumplió setenta años, sus hijos regresaron desde Lima. Encontraron a su madre rodeada de niñas y ancianas aprendiendo juntas, entre ovillos de lana y risas. Había convertido la soledad en comunidad, y el dolor en arte.
Cuando alguien le preguntó por qué seguía trabajando a pesar de la edad, doña Alejandra levantó la vista hacia las montañas nevadas y respondió:
—Porque cada hilo que tejo es un puente que une mi alma con el mundo.
Y así, entre telares, cantos y silencios, la mujer que un día fue invisible se convirtió en símbolo de orgullo para todo un pueblo.