Compramos energía a futuro

PEDRO MARTINEZ: Hola!

Me llamo Camila Velázquez.
Y esta historia comienza con un cubo azul de plástico… y una humillación.
Tenía 11 años cuando las niñas del conjunto residencial donde trabajaba mi padre comenzaron a reírse de mí.
Llevaba agua en un bidón que me doblaba el peso, cruzando las baldosas que no podía pisar sin permiso.
Una de ellas gritó:
— ¡Tu papá solo es el portero! ¿De verdad crees que alguna vez vas a vivir aquí?
No respondí.
Solo apreté los labios.
Y eché a correr.
Mi padre me encontró llorando en casa, con la cara pegada a la almohada.
Me acarició el pelo y dijo:
—No los odies, hija.
Solo sueña más que sus padres.
Ese día hice un juramento, uno que nadie escuchó salvo yo:
Algún día viviré aquí. No como inquilina. Como dueña.
Vivíamos detrás del edificio, en un anexo construido junto al cuarto de mantenimiento.
Sin ventanas. Sin televisión.
Pero con una pila de libros que mi padre recogía de la basura para que yo pudiera leer.
A veces, al volver de limpiar escaleras, me dejaba sobre la mesa una frase escrita a lápiz:
“Tu situación no define tu destino. Solo tu fuerza lo hace.”
Cuando terminé primaria, fui la mejor de mi escuela.
Mi padre no tenía cómo pagarme un uniforme nuevo para secundaria, así que lo remendó él mismo por las noches.
Vendí pan casero los veranos.
Fregué coches los domingos.
Pero nunca dejé de estudiar.
Un día, la señora de la 3ºB —la única vecina que siempre saludaba a mi padre— lo llamó aparte.
Se lo dijo bajito, pero lo oí desde la escalera:
—Quiero ayudarla a estudiar. He visto cómo camina con la cabeza alta… aunque el mundo se la baje.
Gracias a ella, estudié Ingeniería en Sistemas.
Saqué las mejores notas de mi promoción.
Aprendí diseño web y programación sin tener un buen ordenador.
Usaba el móvil, una libreta, y toneladas de fe.
A los 22, lancé mi primer portal de gestión para negocios pequeños.
Un restaurante local lo usó y duplicó sus ventas.
Se corrió la voz.
Tres años después, había fundado mi propia empresa.
Y con ella, mis primeros ingresos reales.
Volví a mi barrio con algo distinto: un contrato de compraventa.
Había un piso en venta en el mismo edificio donde me dijeron que no pertenecía.
Lo compré al contado.
Lo renové. Lo convertí en apartamentos de alquiler.
Luego compré otro.
Y otro.
Hoy, con 28 años, soy la propietaria más joven de ese complejo residencial.
Un día, una de las chicas que se rió de mí me reconoció en la escalera.
— ¿Camila? ¿La hija del portero?
Le sonreí sin orgullo, pero con firmeza.
—Sí. La misma. Solo que ahora, si necesitas algo… estás en uno de mis pisos.
Se disculpó.
Yo la perdoné.
Porque no se trata de venganza.
Se trata de tener memoria.
Y de cumplir promesas.
Mi padre falleció hace un año.
Pero cuando camino por esos pasillos, aún siento su mano en mi espalda.
Sus palabras siguen allí.
Sosteniéndome.
Hoy, he creado un fondo de becas para niñas como yo.
Para las hijas de porteros, de limpiadoras, de recolectores.
Porque una oportunidad puede cambiarlo todo.
Y porque nadie debería reírse de alguien solo por llevar un cubo de agua.
“No nací para encajar. Nací para construir el lugar al que otros sueñan pertenecer.”

Hola!