EL CABALLO QUE SE QUEDABA JUNTO AL ÁRBOL DONDE LO DESATABAN
En un rancho al norte de Jalisco, había un caballo alazán llamado Relámpago Bravo.
Durante años, fue el más fuerte del pueblo.
Cargó leña, llevó a niños en la feria, aró la tierra, cruzó ríos.
Pero cuando envejeció, sus patas ya no podían más.
Su dueño, Don Marcos Fierro, decidió no venderlo.
En lugar de eso, cada tarde lo soltaba en el campo abierto, sin soga ni riendas.
Y sin embargo, Relámpago no se iba.
Se quedaba quieto, al lado del mezquite donde lo desataban.
Miraba al horizonte, respiraba el viento… pero nunca escapaba.
Los vecinos decían:
—Mira, el caballo ya no corre. ¿Por qué no se va?
La respuesta era simple:
Relámpago no se quedaba por costumbre.
Se quedaba porque había entendido algo:
Que a veces, la verdadera libertad no es irse.
Es quedarse… porque ya nadie te obliga.
Hay quienes no huyen cuando los sueltan.
Se quedan… porque ahora eligen estar.
En un rancho al norte de Jalisco, había un caballo alazán llamado Relámpago Bravo.
Durante años, fue el más fuerte del pueblo.
Cargó leña, llevó a niños en la feria, aró la tierra, cruzó ríos.
Pero cuando envejeció, sus patas ya no podían más.
Su dueño, Don Marcos Fierro, decidió no venderlo.
En lugar de eso, cada tarde lo soltaba en el campo abierto, sin soga ni riendas.
Y sin embargo, Relámpago no se iba.
Se quedaba quieto, al lado del mezquite donde lo desataban.
Miraba al horizonte, respiraba el viento… pero nunca escapaba.
Los vecinos decían:
—Mira, el caballo ya no corre. ¿Por qué no se va?
La respuesta era simple:
Relámpago no se quedaba por costumbre.
Se quedaba porque había entendido algo:
Que a veces, la verdadera libertad no es irse.
Es quedarse… porque ya nadie te obliga.
Hay quienes no huyen cuando los sueltan.
Se quedan… porque ahora eligen estar.