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PEDRO MARTINEZ: En un bosque sereno, junto al río que sonaba como canción...

En un bosque sereno, junto al río que sonaba como canción lenta, vivía una tortuga llamada Nara. Caminaba despacio, hablaba despacio y pensaba aún más despacio. Pero no porque fuera lenta… sino porque le gustaba entender bien las cosas antes de actuar.
En el mismo bosque vivían otros animales que iban de prisa, cambiaban de idea todo el tiempo y siempre tenían algo urgente que hacer. Uno de ellos era Leo, un ciervo joven y nervioso que nunca paraba quieto.
— ¡Nara! ¿Por qué siempre vas tan lento? ¡Así nunca vas a llegar a nada! —decía riendo mientras corría colina abajo.
—Cada uno tiene su ritmo —respondía ella, sin molestarse.
Con el tiempo, se corrió la voz de que habría una gran oportunidad en el claro central del bosque: una semilla especial que, si se cuidaba bien, daría frutos eternos. Muchos quisieron probar suerte.
Leo corrió de inmediato y la plantó a toda velocidad. Otros también lo intentaron. Pero como el árbol tardaba en crecer, se fueron aburriendo y abandonaron la idea.
Nara también plantó su semilla. No habló de ello, no se apuró. Iba cada mañana, le echaba agua, quitaba las hojas secas, le hablaba con cariño… y volvía al día siguiente. Día tras día. Aunque no viera nada.
Pasaron las estaciones.
Los que habían corrido primero ya ni recordaban la semilla. Pero una mañana, en el rincón más tranquilo del bosque, brotó un árbol robusto, con raíces firmes y frutos dulces que nunca dejaban de nacer.
— ¿Cómo lo hiciste? —preguntó Leo, asombrado—. Yo también planté una, pero me cansé de esperar…
—Eso fue todo —dijo Nara con una sonrisa suave—. Yo esperé… y cuidé.

Hay quienes quieren todo rápido, sin pausa, sin espera. Pero la vida no siempre premia al que corre. A veces, premia al que permanece.