Un cuento para quienes olvidan que los padres no son eternos
“El árbol que siempre estuvo ahí…”
Había una vez un niño que tenía un amigo muy especial: un manzano.
Cada tarde, corría hasta él, lo abrazaba con fuerza y se quedaba horas bajo su sombra, contándole sus sueños, sus travesuras… y también sus miedos.
—Te quiero, manzanito —le decía el niño con los ojos cerrados.
—Y yo te quiero más —respondía el árbol, agitando sus hojas como caricias.
El tiempo pasó.
El niño creció.
Ya no corría como antes. Ya no abrazaba el tronco ni se dormía en sus raíces.
—Ven a platicar conmigo —le pedía el árbol.
—No puedo, tengo tarea, tengo prisa —decía el muchacho—. Además, quiero un celular.
El árbol, deseando ayudar, le ofreció sus manzanas.
—Véndelas, compra lo que necesites.
Y el muchacho lo hizo.
Pero luego, se fue… y no volvió por mucho tiempo.
Años más tarde, regresó con el ceño fruncido.
—Ahora tengo familia. Necesito una casa.
—Corta mis ramas y construye una —le ofreció el árbol con ternura.
Y aunque dolió… el árbol se sintió feliz de poder ayudar.
Después de mucho tiempo, el hombre volvió una vez más.
—Quiero viajar, necesito un bote.
—Usa mi tronco —dijo el árbol, casi susurrando.
Y así lo hizo… dejándolo reducido a unas raíces solas y viejas.
Pasaron los años.
Un anciano de paso lento llegó hasta aquel lugar.
—Estoy cansado… solo necesito un lugar donde descansar.
Y el árbol, aunque solo quedaban raíces, respondió con todo el amor de siempre:
—Ven. Aún puedo darte eso.
El anciano se sentó. Cerró los ojos. Y por primera vez en años… el árbol sonrió.
⸻
Moraleja:
Los padres no duran para siempre.
Y aunque lo dan todo sin esperar nada, su mayor regalo… es tenerte cerca.
Hoy, no esperes a que solo queden raíces para volver.
A veces, un abrazo sincero vale más que todas las manzanas del mundo.
“El árbol que siempre estuvo ahí…”
Había una vez un niño que tenía un amigo muy especial: un manzano.
Cada tarde, corría hasta él, lo abrazaba con fuerza y se quedaba horas bajo su sombra, contándole sus sueños, sus travesuras… y también sus miedos.
—Te quiero, manzanito —le decía el niño con los ojos cerrados.
—Y yo te quiero más —respondía el árbol, agitando sus hojas como caricias.
El tiempo pasó.
El niño creció.
Ya no corría como antes. Ya no abrazaba el tronco ni se dormía en sus raíces.
—Ven a platicar conmigo —le pedía el árbol.
—No puedo, tengo tarea, tengo prisa —decía el muchacho—. Además, quiero un celular.
El árbol, deseando ayudar, le ofreció sus manzanas.
—Véndelas, compra lo que necesites.
Y el muchacho lo hizo.
Pero luego, se fue… y no volvió por mucho tiempo.
Años más tarde, regresó con el ceño fruncido.
—Ahora tengo familia. Necesito una casa.
—Corta mis ramas y construye una —le ofreció el árbol con ternura.
Y aunque dolió… el árbol se sintió feliz de poder ayudar.
Después de mucho tiempo, el hombre volvió una vez más.
—Quiero viajar, necesito un bote.
—Usa mi tronco —dijo el árbol, casi susurrando.
Y así lo hizo… dejándolo reducido a unas raíces solas y viejas.
Pasaron los años.
Un anciano de paso lento llegó hasta aquel lugar.
—Estoy cansado… solo necesito un lugar donde descansar.
Y el árbol, aunque solo quedaban raíces, respondió con todo el amor de siempre:
—Ven. Aún puedo darte eso.
El anciano se sentó. Cerró los ojos. Y por primera vez en años… el árbol sonrió.
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Moraleja:
Los padres no duran para siempre.
Y aunque lo dan todo sin esperar nada, su mayor regalo… es tenerte cerca.
Hoy, no esperes a que solo queden raíces para volver.
A veces, un abrazo sincero vale más que todas las manzanas del mundo.