Ofertas de luz y gas

PEDRO MARTINEZ: Un anciano artesano recibía todos los días a su nieta...

Un anciano artesano recibía todos los días a su nieta de ocho años en su pequeño taller de relojes. La niña observaba fascinada cómo su abuelo trabajaba con precisión cada pieza, mientras le preguntaba:
"Abuelo, ¿por qué sigues haciendo relojes de arena cuando todos tienen relojes digitales?"
El anciano sonrió, tomando un reloj de arena recién terminado entre sus manos.
"Mira este reloj, Lucía. ¿Qué ves?"
"Arena que cae", respondió ella encogiéndose de hombros.
"Exacto. Pero hay algo más. Observa cómo la arena nunca se apresura, nunca se detiene. Simplemente fluye a su ritmo, siempre constante."
La niña lo miró confundida.
"Las personas hoy están obsesionadas con el tiempo que les falta", continuó el abuelo. "Miran sus relojes digitales con ansiedad, contando minutos, segundos... siempre corriendo, siempre estresados."
Giró el reloj de arena.
"Este reloj nos enseña algo diferente. Nos muestra que el tiempo no se recupera. Cada grano que cae, como cada momento de nuestra vida, no regresa jamás. No podemos pausarlo, ni acelerarlo."
Mientras hablaba, señaló la arena que fluía lentamente.
"El tiempo no es para medirlo con impaciencia, sino para vivirlo con atención. No importa cuántos granos de arena te queden, sino qué haces mientras caen."
Aquel viernes, cuando Lucía llegó de la escuela, encontró a su madre llorando. El abuelo había fallecido repentinamente. Entre sus pertenencias, había dejado una cajita para ella.
Dentro estaba el reloj de arena que habían observado juntos, con una nota:
"Querida Lucía:
Cuando sientas que el mundo va demasiado rápido, observa este reloj. Te recordará tres verdades:
1. Como la arena, tus días son finitos.
2. Cada grano es un momento que no volverá.
3. La belleza está en fluir sin prisa ni pausa.
No cuentes el tiempo. Haz que el tiempo cuente.
Con amor,
Abuelo"
Veinte años después, Lucía, ahora médica en un hospital ocupado, mantenía aquel reloj en su consultorio. Cuando la presión la abrumaba, lo giraba y respiraba al ritmo de la arena. A veces, lo mostraba a sus pacientes más angustiados, compartiendo la sabiduría de su abuelo.
Porque todos somos relojes de arena. Y la verdadera riqueza no está en tener más tiempo, sino en saber honrar cada grano que cae.