Había una vez, en una pequeña cesta de labores, un alfiler y una aguja. Allí pasaban los días juntos, rodeados de hilos de colores, botones y retazos de tela. Pero, como a veces sucede cuando no hay mucho que hacer, comenzaron a discutir.
— ¿De qué sirves tú? —dijo el alfiler con cierto tono de superioridad—. No tienes cabeza, ¿cómo piensas ser útil?
La aguja, que no era de quedarse callada, respondió con un tono afilado:
— ¿Y tú? ¿De qué te sirve la cabeza si no tienes ojo?
—Al menos mi cabeza es firme —replicó el alfiler con desdén—. Tú siempre andas con algo atravesado en el ojo, ¿cómo puedes trabajar así?
—Pues con ese “algo en mi ojo” hago más que tú —contestó la aguja con orgullo—. Pero claro, tu vida depende de un hilo, y sin él no eres nada.
La discusión continuó hasta que la niña que usaba la cesta de labores entró en la habitación. Decidida a coser, tomó primero a la aguja. Con paciencia, enhebró el hilo en su ojo y comenzó a trabajar. Pero de tanto usarla, el ojo de la aguja se rompió. Frustrada, la niña dejó la aguja de lado y tomó el alfiler. Ató el hilo a su cabeza y trató de continuar, pero, al aplicar demasiada fuerza, la cabeza del alfiler se desprendió.
Molesta, la niña dejó ambos en la cesta y se marchó, dejando al alfiler y a la aguja en silencio. Por primera vez, los dos entendieron algo importante.
—Parece que el infortunio nos ha hecho comprender nuestra pequeñez —dijo la aguja, con un tono ahora más humilde.
—Sí, no tenemos ya motivo para reñir —respondió el alfiler.
Desde aquel día, dejaron de compararse y entendieron que, aunque diferentes, ambos habían sido útiles mientras trabajaban juntos.
— ¿De qué sirves tú? —dijo el alfiler con cierto tono de superioridad—. No tienes cabeza, ¿cómo piensas ser útil?
La aguja, que no era de quedarse callada, respondió con un tono afilado:
— ¿Y tú? ¿De qué te sirve la cabeza si no tienes ojo?
—Al menos mi cabeza es firme —replicó el alfiler con desdén—. Tú siempre andas con algo atravesado en el ojo, ¿cómo puedes trabajar así?
—Pues con ese “algo en mi ojo” hago más que tú —contestó la aguja con orgullo—. Pero claro, tu vida depende de un hilo, y sin él no eres nada.
La discusión continuó hasta que la niña que usaba la cesta de labores entró en la habitación. Decidida a coser, tomó primero a la aguja. Con paciencia, enhebró el hilo en su ojo y comenzó a trabajar. Pero de tanto usarla, el ojo de la aguja se rompió. Frustrada, la niña dejó la aguja de lado y tomó el alfiler. Ató el hilo a su cabeza y trató de continuar, pero, al aplicar demasiada fuerza, la cabeza del alfiler se desprendió.
Molesta, la niña dejó ambos en la cesta y se marchó, dejando al alfiler y a la aguja en silencio. Por primera vez, los dos entendieron algo importante.
—Parece que el infortunio nos ha hecho comprender nuestra pequeñez —dijo la aguja, con un tono ahora más humilde.
—Sí, no tenemos ya motivo para reñir —respondió el alfiler.
Desde aquel día, dejaron de compararse y entendieron que, aunque diferentes, ambos habían sido útiles mientras trabajaban juntos.