SER HUMANOS: DE LA PARÁBOLA A LA REALIDAD
Me pasó hace años en el norte de Argentina. Todos los terceros domingos de mes, cuando terminaba la Misa en una capilla perdida en el campo, Doña María subía a la camioneta para que la llevara al pueblo. No tenía otro medio de transporte y el lunes siguiente iba al médico. Sufría una fuerte anemia, y con cinco hijos y lo poco que cobraba su marido, apenas tenía para comer. Un domingo, durante el viaje, me pregunta si en Cáritas no habrá alimentos para llevar a una pareja de ancianos que vivían solos y no tenían nada. Me comprometí a llevarles algo cada tanto.
Pero me costó dos años de preguntas y evasivas conseguir que Doña María me confesara que en realidad ella comía un día sí y otro no (y eso que su comida era muy escasa). Día por medio, a media mañana cogía su comida y se la llevaba a aquellos ancianos. Cuando llegaba el marido, le decía que ya había comido antes. Mi reacción fue decirle: “Pero ¿no se da cuenta de que usted está anémica y está poniendo en riesgo su vida?”. Me miró con cara de sorpresa, como diciendo “ ¡qué poco entiende este cura!” y respondió: “Pero, padre, Jesús dice en el evangelio que tenemos que amarnos unos a otros, como Él lo hizo, ¿no?”. Fui incapaz de abrir la boca el resto del viaje.
Después de años de intentar explicar a la gente quién era Dios, aquella mujer analfabeta me daba una lección que nunca olvidaré. Por amor, Doña María estaba dispuesta a morir de anemia, y para ella era la consecuencia natural de su fe. No por fanatismo, solo por amor.
Me pasó hace años en el norte de Argentina. Todos los terceros domingos de mes, cuando terminaba la Misa en una capilla perdida en el campo, Doña María subía a la camioneta para que la llevara al pueblo. No tenía otro medio de transporte y el lunes siguiente iba al médico. Sufría una fuerte anemia, y con cinco hijos y lo poco que cobraba su marido, apenas tenía para comer. Un domingo, durante el viaje, me pregunta si en Cáritas no habrá alimentos para llevar a una pareja de ancianos que vivían solos y no tenían nada. Me comprometí a llevarles algo cada tanto.
Pero me costó dos años de preguntas y evasivas conseguir que Doña María me confesara que en realidad ella comía un día sí y otro no (y eso que su comida era muy escasa). Día por medio, a media mañana cogía su comida y se la llevaba a aquellos ancianos. Cuando llegaba el marido, le decía que ya había comido antes. Mi reacción fue decirle: “Pero ¿no se da cuenta de que usted está anémica y está poniendo en riesgo su vida?”. Me miró con cara de sorpresa, como diciendo “ ¡qué poco entiende este cura!” y respondió: “Pero, padre, Jesús dice en el evangelio que tenemos que amarnos unos a otros, como Él lo hizo, ¿no?”. Fui incapaz de abrir la boca el resto del viaje.
Después de años de intentar explicar a la gente quién era Dios, aquella mujer analfabeta me daba una lección que nunca olvidaré. Por amor, Doña María estaba dispuesta a morir de anemia, y para ella era la consecuencia natural de su fe. No por fanatismo, solo por amor.