PEDRO MARTINEZ: Buscame al atardecer...

Buscame al atardecer

Un día del verano pasado, al atardecer, mientras estaba con mi madre y mis abuelos en la Feria de las Artes que se celebraba cada año durante el mes de julio, pude escabullirme sigiloso. Caminando, curioseándolo todo, llegué a una especie de jardín cerrado por altas verjas negras. Las plantas lo llenaban todo y noté un aroma tan delicado que decidí entrar y buscar de qué flor provenía. Mi madre me había enseñado a amar las flores y las plantas en general. Ella cuidaba con mucho mimo su jardincito de la parte de atrás de nuestra casa y me explicaba los nombres de cada flor, cuándo se plantaban y cuándo florecían. A veces, me narraba historias increíbles que ella decía que podían ser verdad. Las llamaba «mitos». Me encantaban sus historias. Esas sí me interesaban y yo ponía todos mis sentidos en intentar no perder detalle.
Encontré una portezuela en el lateral del jardín que daba hacia un callejón. La empujé y se abrió. No me lo pensé y entré con el pecho henchido, aventurándome entre las sombras de los altos cipreses y las enredaderas que lo cubrían todo. Seguí el rastro del aroma que cada vez se hacía más intenso. Todo estaba muy oscuro, pero los perfumes de las magnolias, los jazmines y las rosas me guiaban de manera inconfundible. Alcé la cara y capté esa nueva esencia arrebatadora. No la identificaba, pero tampoco me era desconocida.
Caminé durante unos minutos por un estrecho sendero de piedras de río. Durante un instante, tuve la impresión de que árboles y plantas se contraían para abrirme el camino, pero eso no podía ser. En los mitos de mi madre, todo era posible, no obstante. La tarde había dado paso a la noche, pero yo no la temía. Justo delante, entre las sombras, me pareció vislumbrar una especie de estanque. La luz de la luna hacía reflejos plateados en el agua calmada. Caminé hacia allí y vi que se trataba de un claro en el centro de ese bello jardín en medio de la ciudad. No era el jardín típico de las grandes casonas de la zona alta de la ciudad y, además, parecía abandonado. Sin embargo, era evidente que alguien lo cuidaba muy bien. Todo estaba limpio y esplendoroso, a pesar de la maraña de enredaderas cubriéndolo todo.
Me acerqué al estanque. Era precioso. Las hojas de los nenúfares parecían un brillante mantel sobre las límpidas aguas. Había algunos nenúfares cerrados aún, a pesar de que, por la hora, deberían haber abierto sus hermosas flores. Solo uno de ellos se exponía a mi mirada. Era perfecto. De un amarillo suave, casi etéreo. Parecía girar muy lentamente sobre la superficie del agua. Pensé que el aroma debía proceder del nenúfar abierto, aunque nunca había visto ninguno que oliese tan intensamente. Desprendía un aroma afrutado, pero muy sutil. Una remembranza a violetas después de la lluvia y a las aguas frías de un riachuelo después del deshielo. Durante un segundo desvié la mirada y vi mi reflejo en la superficie cristalina del estanque. Parecía distinto. Un niño más mayor, hermosamente pálido y apuesto.
Volví a mirar al nenúfar, pero ya no estaba allí. ¿Cómo era posible? ¿Se habría cerrado? No podía ser. ¿Hundido, quizás?

—Psssssss.

Oí que alguien me llamaba desde atrás y me giré lentamente. Allí había una chiquilla que resplandecía como un ángel bajo la luz argentada de la luna. Recordé una de las historias que me narraba mi madre mientras arreglaba el jardín. Me hablaba de las ninfas que habitaban arroyos, bosques, ríos e incluso montañas.

—Hola, me llamo Nereida. ¿Quién eres tú?

—Soy Igor. No te había visto. ¿Es este tu jardín? —respondí sorprendido y extasiado por la belleza extrema de la chiquilla.

—Vivo aquí, pero no me pertenece.

— ¿Vives en este jardín? —giré la cabeza intentando atisbar alguna casa de la que hubiera salido esa chiquilla de rizos de un color rubio tan claro que no parecían reales.

—Sí, vivo ahí —dijo señalando el estanque con un ligero movimiento de barbilla.

— ¿En el estanque? —respondí al tiempo que me daba la vuelta hacia ese lugar.

Noté un aire fresco y un perfume a limpio rodeándome. Un ruidito de sordo chapoteo y unos círculos concéntricos en el agua del estanque, alrededor del nenúfar de color amarillo claro.
Busqué a Nereida por todo el jardín durante largo rato, pero había desaparecido. Volví al estanque y miré cómo la luz plateada de la luna acariciaba los finos pétalos de esa flor. Me invadió un sentimiento que me llenó tanto que me eché a llorar. Mis lágrimas cayeron en el estanque y un ligero vaivén agitó el nenúfar que pareció iluminarse durante un fugaz instante,
Era tarde y sabía que mi madre y mis abuelos estarían preocupados, así que busqué el sendero de piedritas de río para salir del jardín. Fue fácil, porque, ahora sí, me percaté del desplazamiento silencioso que plantas y árboles hacían para señalarme y abrirme el camino. No lo pensé y simplemente caminé por él.
Llegué a la portezuela por la que había entrado e instintivamente me volví.

—Búscame al atardecer, Igor —susurró una voz dulce, como de cascabeles de cristal.

Sonreí y corrí hacia la Feria de las Artes. A lo lejos, vi a mi madre y a mi abuela que hablaban en una especie de corrillo con tres personas más.
Mi madre sintió mi presencia y se giró. Corrí hacia ella y la abracé con todas mis fuerzas. Ella me rodeó con sus brazos, me besó en la frente y me dijo muy bajito al oído:

—Tranquilo, Igor —susurró mi madre como si ella comprendiese todo con solo mirarme.

—Mamá… —balbuceé.

—Has conocido a alguien, cariño mío, ¿verdad? No te preocupes, Igor. Lo irás entendiendo todo poco a poco. La abuela y yo te ayudaremos.
Mamá y la abuela se miraron con mucha complicidad y sonrieron como si se les iluminase el alma. Ambas me tomaron de la mano y regresamos a casa.
Desde entonces, no hay tarde de verano que no regrese al Jardín de las sombras a reunirme con Nereida. Sé que nuestra historia no será eterna, pero, salvo quienes son como yo, ¿quién vive para siempre?


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